Por: Juan Manuel Vásquez Vivas, oficina de comunicaciones.
De brazos abiertos Albeiro Arteaga había presentado la primera parte de la exposición del Carnaval de Negros y Blancos al público en el Instituto de Cultura. Los más jóvenes se miraban entre ellos, asombrados por la desmesura de esas figuras que coronaban las carrozas con colores tornasolados. Los más avezados en temas de comparsas imaginaban quizá cómo podrían traer a sus desfiles alguna de esas alimañas de fábula a las que Albeiro y sus ayudantes habían consagrado su día a día desde hacía ya tantos años. En las postales de los desfiles, las calles palidecían frente al color de las caravanas, y no era posible saber con certeza si esto se debía a su contraste con los carruajes o a las toneladas de harina que se arrojan al cielo durante la fiesta.
La segunda parte de la exposición se llevó a cabo entre los salones de la nueva sede de Teatro Tespys. Dentro de ellos, los antifaces elaborados durante el taller de figuras de carnaval recreaban fielmente los rasgos de un fénix encendido, de un colibrí de tonos neón, de un cuervo azabache o de un barranquero cetrino. En el solar, las fauces de un gigante aún sin pintar se secaban ante las curiosas miradas de los asistentes. ¿Cómo era posible que un armatoste de más de dos metros que resiste con bravura los avatares de un festival estuviera fabricado tan solo de icopor, periódico y pegamento?
En ese momento de estupor, quienes veían por primera vez los entresijos de la preparación de un desfile entendieron que, a diferencia de lo que pasa con algunos trucos, el comprender la magia tras el espectáculo no empobrecía el enigma de las esculturas de Albeiro. Por el contrario, no pudieron más que exaltarse cuando la memoria era sorprendida por el recuerdo de un dragón que movía vívidamente sus párpados, que desgañitaba su quijada con dentelladas que amenazaban dulcemente a los caminantes, que los invitaba, con premura, a ese prodigio de la fiesta, en el que una metamorfosis inusitada convierte un trozo de plástico en una fantasía incontestable.
Este mismo hechizo del objeto provocó los aplausos de los espectadores tras la muestra del taller central de teatro objetual, dirigido por el dramaturgo ecuatoriano Patricio Estrella. El grupo de actores estuvo conformado tanto por profesionales de la interpretación como por curiosos de las tablas. Sin embargo, cuando la obra dio comienzo, se desvanecieron todas las diferencias. Entre los libros de la Biblioteca Carlos Jiménez del Instituto de Cultura, un telón blanco, unos cuantos cajones, un atado de maderos y cintas y una pequeña marioneta serían suficientes para traer desde el México profundo un relato sobre una manada de lobos que renacen de sus huesos y acarician el cuerpo de un diminuto personaje. En conjunto, los dirigidos por Patricio hicieron gala de las posibilidades que engendra la exploración de los objetos con la ternura de un titiritero.
Con el mismo tacto, tomaron barras de madera e hicieron de ellas un puente, un llamador, un niño de brazos; a una caja envuelta en hilo la convirtieron en un estandarte, en un instrumento musical; un atado de balsos y cintas se transfiguró en un lobo que reptaba por la escena, en una constelación de hilos que subió por los estandartes frente a los que La Muerte había aglutinado huesecillos. De la misma manera en que un año atrás, en este Festival, Teatro al Hombro había traído su “Doctor improvisado” o Seres de Luz nos había brindado “Retazos de mí”, en la nublada tarde de este viernes, Patricio y su grupo, conformado apenas unos días atrás, habían prodigado una fábula maravillosa. Tal vez lo que realmente renacía en ella, por medio de los objetos más anodinos, fuese el alma del Festival: en sus juegos, en sus fabulaciones o, como lo dijo Juan Carlos Agudelo, convertido durante la escena final de “Efímero” en un monstruoso hombre lobo: “en el teatro, que es la mejor forma de contar cientos de veces una misma historia”.