Escrito por: Julián Acosta Gómez, Promotor de Lectura de la Sala de Lectura José Manuel Arango e integrante de Opinión a la Plaza.
Zanquero de la comparsa El Taller de la Alegría del grupo Barrio Comparsa de Medellín en el Carnaval de Comparsas del XXII Festival Internacional de Teatro El Gesto Noble (16 de julio de 2017).
Fotografía: Farley Giraldo.
Elogio a la euforia
Escrito por: Julián Acosta Gómez, Promotor de Lectura de la Sala de Lectura José Manuel Arango e integrante de Opinión a la Plaza.
En la romería que desdibujaba los contornos de las casas hubo una mujer que estremecida por las risas ajustó en el rostro de un sacerdote un antifaz violeta. El sacerdote, sin evasivas, admitió que el carnaval gobernara en su rostro. Hubo puertas y ventanas florecidas de bombas, hubo narices de payasos encajadas en los espectadores. En el Parque Educativo, mientras los grupos aguardaban el inicio de la comparsa, el Carnaval ya despuntaba en pequeños juegos y danzas que poblaron el aire de sonidos febriles y carcajadas profusas. Una pluma escarlata se desprendió del tocado de una bailarina y surcó entre los espacios minúsculos que se abrían entre los cuerpos aglomerados: los estruendos de los bombos reventaban contra las ventanas, los zanqueros se tomaron los cielos, los artistas retozaron entre los paseantes y El Carmen supo de la euforia y el desenfreno.
Cuando el desfile apareció en las calles, las gentes reían y temían, bailaban y gritaban. El Carnaval dejó de ser un lugar de contemplación y se hizo lugar de creación. Todos nos unimos a los espíritus del ensueño. Los perros no fueron ajenos y entraron en juegos inocentes con los artistas, un pitbull parecía recibir a cada grupo que llegaba hasta el parque principal como si fuera un edecán. Al fin del cortejo que reunió a 800 artistas y a concurrentes sin número, el grupo Aainjaa entró en el parque con sus percusiones que relampagueaban en la piel de todos. La danza apresuró su reino y la multitud se cerró sobre el grupo como las fauces de un animal hambriento. Apenas conseguí distinguir a la agente de tránsito abanicando como un gorrión entre la muchedumbre, pedía que se abriera paso para la retirada de los percusionistas: saltaba y abanicaba, ella hacía sonar con inutilidad el silbato hasta que el propio estremecimiento de los tambores abrió su camino. Vi la masa de cuerpos desvanecerse en pequeñas sombras. Alargo los pasos mientras pienso en el poema de José Manuel Arango “un son delgado entra en el oído/ y otra vez son las plazas lugares de fiesta”.