Desanudar la literatura: memorias de la Cantiga Festiva (Primera parte)

Era la tarde del viernes 30 de agosto. A los toldos de artesanos y a los mercadillos orgánicos que cada fin de semana visitan el parque Simón Bolívar se unía el pabellón de la Cantiga Festiva, la IV Fiesta del Libro de El Carmen de Viboral. Dentro se preparaban para la apertura las iniciativas literarias dispuestas por la organización del Instituto de Cultura: editoriales y librerías como la Fernando del Paso del Fondo de Cultura Económica, Palabriego, Áncora, Neuruniverso, La Viruta, Resumen Literario, la librería Mario Betancur y Librolandia; stands dedicados a autoras de la región como Mara Abad o María Elizabeth Baena, academias de enseñanza de idiomas como Quick Learning; la experiencia literaria “Narraciones a lomo de Mula” y el Colectivo MundoCreíble, cuya actividad artística ha comprendido la creación de libros álbum para niños y jóvenes.

Entre el murmullo de curiosos y turistas se distinguían las preguntas por la hora de apertura de la feria mientras sobre el escenario se llevaba a cabo la prueba de sonido de Aleteos, el grupo encargado del concierto de apertura del primer día de la Fiesta, con el que cerraba la programación del viernes. No menos portentosa que la gran carpa blanca del pabellón resultaba la presencia de la Biblioteca Móvil de Comfama y sus emblemáticas carpas rosas en las que las familias hallaban actividades en torno a la lectura y la escritura. Los y las pequeñas acudían a sus actividades con la sorpresa de quien encuentra por primera vez en el lugar más insólito la certidumbre de la literatura.

A esa misma hora, en la Biblioteca Carlos Jiménez Gómez del Instituto de Cultura, con aguja e hilos en ristre dieciocho mujeres y un hombre estaban preparados para hacer parte del Taller de foto bordado “Narrar historias a través del hilo”. Este espacio, guiado por la antropóloga y tejedora Natalia Giraldo Osorio, buscaba brindar al público asistente un conjunto de herramientas para la intervención de sus memorias personales, las del municipio y las del país. De tal forma que pudiera entenderse hasta qué punto las vivencias más íntimas forman también parte de esa otra gran trama de la historia nacional.

A aquellos que, desde la distancia, pudieran preguntarse qué tenía que ver el tejido con una Fiesta del Libro podría respondérseles a la manera de Nicolás Buenaventura, preguntándole a las propias palabras su genealogía. Ellas argüirían prontamente que texto y tejido eran primas y su antecesora común era la palabreja latina textus. Bien saben los artífices de la escritura narrativa que la trama es un punto crucial de la construcción literaria, así como saben los artesanos del tejido que ya en la época precolombina nuestros ancestros indígenas cifraban en los nudos de los khipús sus memorias, las mismas que tardamos siglos en poder interpretar por la costumbre colonial de solo considerar literatura a aquella que nos llega a los ojos guardada entre páginas de nombres ilustres.

Así como Kundera había escrito que “un drama vital siempre puede expresarse mediante una metáfora referida al peso”, Natalia daba a luz a la idea de que ya el tejido estaba en la lengua: “decimos que nos anudamos en un encuentro, que tenemos un nudo en la garganta; nos trenzamos el cabello para encontrar el camino a casa; o des(a)nudamos nuestra alma frente a un amigo”. Todo esto se escuchaba quedamente, en el recinto de la Biblioteca, como una respuesta al por qué el tejido es también palabra, al por qué también es necesario desanudar la literatura, cuando las agujas de las participantes empezaron a surcar la piel del papel y sus trayectorias dejaron impresas palabras sobre las fotografías como plenitud, libertad, hogar, intuición o calma.

En su primer día, la Cantiga Festiva fue una fiesta cuya mayor sacerdotisa sería la poeta antioqueña Marga López, quien desde la mañana había oficiado un taller de escritura creativa para los y las jóvenes del IETI Jorge Eliécer Gaitán en la Biblioteca Municipal. Horas más tarde, en homenaje a Mario Acevedo Acebedo y su Carreta de Leer, con su voz vibrante animaba al trueque de libros y, tras recitar algunos poemas de Olga Elena Mattei, incitó a los oyentes a compartir al micrófono algunos de los versos que habían guardado por años en su memoria. Al inicio, algunos se acercaron temerosos, pero poco a poco, tras la conmovedora participación de algunas mujeres mayores que habían llegado al micrófono de la mano de sus nietos, en las escalinatas de la plaza se fue apretujando un auditorio ávido de poesía y a él respondieron cada vez más declamadores espontáneos durante la tarde de ese viernes 30 de agosto. Fue en ese momento cuando Marga sonrió y sorprendida preguntó mediante la megafonía, pero como para sí misma: “¿A quién le pertenecen estos poemas?”. Ella mejor que nadie sabe que cuando algo se dice o se publica deja de pertenecer tan solo a su autor y cada oyente, cada lector, lo hace suyo de una forma particular.

Tras aquella pregunta, como si fuese una especie de sortilegio, un estrépito similar al que ocurre en el festejo de una anotación o de la consecución de una medalla olímpica inundaría recurrentemente el atrio del parque durante los tres días de Cantiga. No se debía, sin embargo, a la consecución de una presea ni al que algún atleta hubiera acertado en la diana lo que enardecía las gargantas o encabritaba los aplausos. Se trataba del genuino gozo de la poesía, de la sorpresa del remate de una décima, de la simetría de una redondilla, del emotivo cierre de una elegía; de una respuesta llena de luz a una pregunta equívoca, o de un verso hecho canción andina en una canción de Aleteos, en la canción campesina de Katie James o en la copla y la rima de la amistosa batalla de un puñado de chicos.

Ir al contenido