Por: Andrés Álvarez Arboleda. Miembro de Opinión a la plaza, medio aliado del festival.
Foto: Juan José Ossa Zuluaga
I.
La “banda de los viejitos”, como la hemos conocido los carmelitanos desde hace varias generaciones, aparece en el Carnaval de Comparsas con unos como planetas de colores derritiéndose en la cabeza de los músicos. ¿No es la banda más versátil que han conocido? Es la misma banda que apenas unas horas antes había tocado en la procesión solemne, tras la imagen de la Virgen del Carmen. Es la misma banda que desde hace más de un siglo ha tocado las canciones fúnebres durante las eternas noches del viernes santo. Ahora, con una tonada festiva y trajes coloridos, marca el ritmo de los danzarines.
Un niño de nueve años ríe entre el tumulto: mira atento los cachetes de los vientos, inflándose y desinflándose alternativamente, al ritmo de la tonada que le pega de lleno en la cara.
II.
El sonido de la banda se consume en un susurro de claves y cascabeles: es el ruido del viento y de los insectos, es el escándalo del monte. Los demás asistentes guardan silencio y acaso, como yo, recuerdan una sensación de la infancia. Ya no bailan actores al son de la banda, sino que se mecen maizales bajo la brisa de una noche despejada y parece que se pueden cazar los cocuyos. Por una vez no fue lo urbano lo que depredó el monte sino las potencias rurales las que remontaron las calles. ¿Cuánto durará este bello trance, conmovedor? Pronto vuelve el estrépito de varias bandas de música andina que se unen en un solo canto melancólico: el canto del wayno.
III.
Las comparsas se pierden entre las hordas de gente. Los asistentes rezagados no quieren levantar la voz, como si la fiesta se les hubiera llevado parte del alma. Susurran apenas entre ellos, se dispersan.