Por: Julián Acosta Gómez. Miembro de Opinión a la plaza, medio aliado del festival.
Yo también soy indomable,
yo también soy intraducible.
Sobre los techos del mundo,
resuena mi bárbaro graznido.
Walt Whitman
Fotografía: Mateo Rivas.
I.
Penetró en el ámbito como el viento que desordena los árboles. Nos recorrió a todos, nos removió, nos desterró y nos sembró en la tierra del sueño. Era el brote de los tambores y el espíritu latente de los ancestros cantores. Era la celebración de la vida en las pueblos de Abya yala. Eran mil doscientos artistas cerrados en un círculo conjurado por la danza. Gerardo Rosero, director de la compañía pies del sol, estaba en el centro como un pregonero que llama a la euforia: había decretado el Estado único del Carnaval para quienes caminan sobre el suelo carmelitano.
La alegría desbordaba los cuerpos en los instantes que precedían a la comparsa. Edwin, el amigo que se encontraba a mi lado, mientras bailaba como buscándole la cola a los tambores, dijo:
— Donde sea que esté, siempre vengo a El Festival.
Las quenas, delgadas, abrieron un ojo en el aire. desde allí el pueblo entero vio el paso de la comparsa como al recorrido de la gran serpiente.
II.
La ausencia del mar entre las montañas no evita las mareas crecidas. AAINJAA irrumpió en El Parque Central. El cielo se alumbra con las ramadas que se inflan como un diente de león: era la pirotecnia disputándole la oscuridad a la noche. Las personas intuían el final del desfile desde los balcones. Desde las esquinas se perfilaba el silencio de las calles. Pero en el corazón del parque los tambores comenzaron a resonar: la ausencia del mar entre las montañas no evita las mareas crecidas. Yo observo desde un balcón cercano; con el salto de las personas, el mundo parecía ceder sobre sus columnas.
— Es increíble esto hermano, mire, mire [extendió la mano como si quisiera tomar a uno de los muchos cuerpos arremolinados en la multitud]. Mire este carnaval, esta fiesta, todo el pueblo unido— Me dijo Kamber, director artístico de El Gesto Noble, mientras recostaba su cabeza sobre la barandilla del balcón. Daba la imagen de un niño que, desde la ventana, contempla entre las montañas las mareas crecidas.
III.
El rugido de los vivos despierta, en estas tierras, a los corazones tomados por la tierra.