Escrito por: Julián Acosta Gómez, Promotor de Lectura de la Sala de Lectura José Manuel Arango e integrante de Opinión a la Plaza.
Críspulo Torres y Mónica Camacho
Fotografía: Juan José Zapata- Oficina de Comunicaciones del Instituto de Cultura El Carmen de Viboral.
Escrito por: Julián Acosta Gómez, Promotor de Lectura de la Sala de Lectura José Manuel Arango e integrante de Opinión a la Plaza.
Cuando Teatro TECAL presentaba Domitilo, el rey de la rumba, en abundantes ocaciones estuvieron a punto de ser encarcelados. La represión era un pañuelo que segaba los gritos del ingenio. Las calles de Colombia eran vigiladas como presidios y los creadores permanecían en la incertidumbre de la mano que acechaba. Apenas despuntaba el nuevo siglo y los artistas visitaban más las cárceles que las calles. Eran los paseantes que acudían a la obra quienes terminaban de guardianes del colectivo teatral: eran dos mil almas que romperían en cólera de la misma manera que el niño cuando es despertado del sueño: “ellos sabían que cuando nosotros estábamos en plena función no nos podían interrumpir porque la gente era capaz de cogerlos a piedra” dice Críspulo Torres con una voz sorda, de eco entre los árboles. En esos tiempos los carabineros usualmente recorrían a caballo los parques de Bogotá. Eran dos. TECAL presentaba y la obra había alcanzado el momento cuando Domitilo entra al cielo. Los oficiales se ubicaron en medio del espectáculo imponiendo la figura tenaz de los caballos. Domitilo miró a los oficiales y dijo: “mirá… hasta en el cielo hay policías”. Las risas se desplomaron de las bocas y los oficiales se inundaron de pánico escénico, eran ya actores, eran teatreros. Entonces los caballos retrocedieron hasta perderse en medio del parque.
Mónica Camacho y Críspulo Torres han poblado las calles con personajes multiformes desde 1981… la calle, ese lugar de nadie pero que guarda la memoria de todos. Si bien han llevado a cabo espectáculos de sala, eligieron la calle como escenario, como un medio para cambiar el mundo: “en los años ochenta había ese sueño, esa utopía por la sociedad, por nosotros, por el país, y el mejor espacio era la calle, el lugar de encuentro, donde estaba la gente”. El teatro de calle es un teatro que irrumpe, es un teatro conspirador. Después de trabajar por diez años en la calle comenzaron su trabajo de sala en una casa del barrio La Candelaria de Bogotá. El nuevo proyecto emergió de la gestión tozuda de Mónica y Críspulo. El espacio de la sala cerrada les amplió el proyecto y la alteridad se introdujo en sus creaciones dramáticas: los mecanismos de la sala fortalecieron sus espectáculos de calle y la calle se arraigó en sus propuestas para las tablas. Pero el elemento central del crisol se valía de la premisa conquistar al público: “clavar al espectador en su silla, que no se mueva, que le guste tanto que se quede ahí… y eso lo aprendimos en la calle. Nos tocaba un esfuerzo muy grande porque la gente en la calle no es espectadora, deambulan, son caminantes… eso también lo logramos en la sala”. De la sala nació Galería del amor y el amor se hizo cuerpo y habitó entre nosotros.
El establecimiento de la casa pro¬porcionó una estabilidad económica que fortaleció la escuela de formación, “porque del sombrero no se vive, se sobrevive”, me cuentan con una profundidad en la voz, como si fuera un reproche.
Debo de confesar que he acudido a una función de teatro ciego. Nunca he visto a Mónica ni a Críspulo a no ser en las fotografías que amablemente otros me han enseñado: describir es, de algún modo, fabular: Mónica es una mujer de piel ocre. Los ojos caen sobre los pómulos en un gesto enternecedor. De labios finos y sonrisa tímida como el primer vuelo de un pájaro. Críspulo impone los ojos para devorarse el mundo, de cejas pobladas y bigote montaraz. Cuando pregunté a cada uno qué piensa de sí mismo, Críspulo responde: “Bueno, yo conozco a Mónica Camacho, es una mujer muy hermosa, [Mónica ríe entre dientes, es una risa frágil] una gran artista y… es una gran compañera… me queda más fácil hablar de Mónica que de mí [Mónica rompe en una carcajada y no resulta difícil imaginarla arqueándose en la silla]. Ella realza la importancia de Críspulo en las artes escénicas colombianas: entiendo entonces que la complicidad es hacer propia la realidad del otro. Han sido pareja en las últimas tres décadas. De ellos han florecido dos hijos y tantos personajes que podrían poblar el ensueño y la pesadilla de cualquiera. Las labores artísticas les han negado la habilidad en los trabajos domésticos: entre la vida del teatro, la gestión cultural que ha propiciado el desarrollo de tantos focos artísticos en Bogotá, entre la política y las reuniones no es de extrañar que a veces los artistas cuiden su actividad creativa más que a sí mismos. Ambos son la expresión de la correspondencia. Es un amor que se expresa en las artes, en la agudeza social que mantienen en sus obras: Por eso no es extraño que al no llenarse el sombrero de monedas aún hicieran de la calle un escenario, que cuando el vendedor ambulante depositara las Frunas a falta de monedas no sintieran agraviado el espectáculo, porque la recompensa del teatro está en el efecto que causa en los espectadores: la risa, el llanto… el premio está en que el público se estremezca.