Escrito por: Ricardo Ospina, profesor de la Escuela de Artes e integrante de Opinión a la Plaza.
Obra Si el río hablara de Teatro La Candelaria en el XXII Festival Internacional de Teatro El Gesto Noble.
Fotografía: Fabián Rendón Morales.
Lo que el río diría, si hablara
Escrito por: Ricardo Ospina, profesor de la Escuela de Artes e integrante de Opinión a la Plaza.
El título Si el río hablara no puede ser más que sugerente: como sacados por la corriente, dos personajes emergen untados de lodo y enredados con las ramas que el río ha dejado. Descifro un santuario de objetos, restos de humanidad; el hombre, un vendedor de cachivaches, con frases incompletas, entre la memoria y el leteo; la mujer, una madre que ha perdido a su hija de la que recuerda siempre su vestido rojo de tiritas, la muñeca rota que el hombre evita mirar. Veo el estupor y el horror, pienso: ¿están muertos?, ¿son sobrevivientes?, ¿están en una especie de limbo?, ¿están en las orillas o han llegado a una casa? Al fondo hay desolación. Una señora los recibe, nos recuerda a esas mujeres que se obstinan en permanecer en sus pueblos pese a que los agentes de la masacre los han dejado casi borrados de la tierra. No se quiere ir, se queda para cuidar a sus muertos, parece ser la única viva en esta extraña dimensión.
Lo corroboré al día siguiente conversando con los actores de La Candelaria, pero ellos, defraudados, me comentan que la función de las siete les había fallado, asuntos técnicos de sincronización, inconvenientes con el video y algunos accidentes: “Si hubieras visto la función de las once”. No importa, les dije, lo que me interesa como espectador es medir hasta donde llega mi interpretación. Recuerdo a Pedro Páramo, a Dante, a los ríos de cadáveres de García Márquez. Elaboro de nuevo: Las campanas que llevan las ánimas, el campesino que pasa como si fuera el último, la subasta macabra de pedazos de cuerpos, el museo de los objetos como retazos de la memoria en la casa de la señora, los lobos verdugos y sus escuadrones de la muerte, los golpes amenazantes a la puerta.
Todo es muy siniestro, me estremece porque esto no es un tema, les pregunto: “¿Dónde quedó el humor que los caracteriza? Pero pienso que soy impertinente, que el tratamiento con el dolor de las víctimas requiere de cautela, aunque recuerdo que en Soma Nemosine el desgarramiento convive con la agudeza del humor, ¿la obra es así toda tan solemne?, les pregunto, me dicen que sí hay momentos de humor, y que tal vez los defectos de la función acentuaron la solemnidad. Recapitulo mis impresiones. Se trata de un puerto rivereño, la señora de la casa preserva la memoria de los desparecidos como en un ritual de santería, es el baile de los muñecos: les da de beber, los bautiza de nuevo, les susurra voces de aliento, el desenfado de la escena nos saca del dolor de lo irrepresentable. Poetizar el horror tal vez sea suficiente para captar este limbo, o mejor, esta zona desconocida como una corriente de la memoria de todos, pantanosa, balbuceante, fragmentaria, que no podemos precisar, lo que el río diría, si hablara.