Por: Juan Manuel Vásquez.
Andamios, pintura y música lograron que se detuviera el paso de los transeúntes que tienen la costumbre de caminar por la carrera 29. Allí, a la altura del Instituto Técnico Industrial Jorge Eliécer Gaitán, una tropa de artistas decidió volcar sus esfuerzos entre el 8, 11, 16, 17 y 18 de octubre para elaborar un mural bautizado con una palabra a la que el Carnavalito siempre ha sido afín: Nativos. Originalmente, la idea se había gestado en La Inmaterial durante el martes 8 del mismo mes. Días más tarde, en la mañana de la primera jornada de la vigesimotercera edición del Festival, se levaron barandas, montantes y travesaños y ese cuerpo mixto —conformado por colectivos e integrantes de la red comunitaria La Rocería, el Instituto de Cultura de El Carmen y un puñado de voluntarios— transformó el paredón blanco del colegio en un mural multicolor.
En la pintura se desplegaba un celaje de colores malvas y rosáceos sobre el cual un hombre de camisa azul tomaba entre sus manos una zampoña. Como nacidos de aquella melodía bailaban los meandros del cuerpo de una amarilla víbora de pestañas. A su izquierda una intensa luz coloreada con tonos cálidos fue emulando a la tarde, que anunciaba la primera jornada de conciertos en la Sala Montañas de la Casa de la Cultura. Lo que acaso desconocían los pintores y músicos allí reunidos era que ya el reciente descubrimiento de aquella especie de serpiente cifraba, por un azar extraño, el que sería uno de los nombres más escuchados durante el Carnavalito: Lucas Bustamante era como se llamaba el biólogo que diez años atrás había sido mordido por aquella especie de víbora sin identificar y que desde entonces consagraría sus investigaciones a aquel animal presente en el territorio antioqueño; su nombre de pila era, pues, el mismo que el del luthier Lucas Rodas, fundador y director del Laboratorio Montaña Azul, y creador del Grupo de proyección en instrumentos andinos del Instituto de Cultura y de su semillero.
Justamente, de la mano de Julián Trujillo y de Lucas Rodas llegó la música. La presentación por parte del primero no temió elogiar los procesos que el segundo ha emprendido en el municipio. Además, Julián destacó que actualmente el festival buscaba no restringirse a lo musical y que, por tanto, en el marco de este se había llevado a cabo una sembratón de más de doscientos árboles en la vereda Alto Grande, ante la escasez de agua en los últimos años. Lucas hizo una breve presentación del Grupo de proyección e intercaló entre canción y canción comentarios sobre el ritmo, la instrumentación o el proceso de creación de cada pieza, pues el repertorio estaba conformado mayoritariamente por composiciones propias. Así, a ritmo de sanjuanitos, yaravíes y caporales, el público se adentró en la noche con una fascinación tan desmedida que cabía preguntarse si el teatro del Instituto, alguna vez en el pasado, se había estremecido hasta tal punto: con una intensidad que rezumaba entre las hileras de asientos en el recinto el mismo fervor que acogería en el parque principal a las agrupaciones posteriores, los días que seguirían.
Un par de obras antes de darle espacio a la muestra de la Estudiantina, para al fin sumarse a ella junto al ensamble de algunos integrantes de Nybram, Laboratorio Montaña Azul y Yimalá, Lucas Rodas presentó «Jazmín nocturno» y «Sendero». Dijo que Jazmín había sido construida colectivamente a partir de una melodía que uno de los integrantes había llegado canturreando a uno de los ensayos tras ver un haz de flores en el camino. Aquel compositor en ciernes, que apenas superaba los doce años y usaba sombrero, se llamaba Jacob. Su andar de soldadito de plomo sobre el escenario había provocado desde el inicio del recital las sonrisas cómplices del público, paulatinamente; sin embargo, las sonrisas se convirtieron en muecas de asombro, porque, a sus escasos años, Jacob ya tocaba toda clase de instrumentos latinoamericanos. Gracias a esa misma forma de andar, el pequeño llegaría hasta la charla del día siguiente impartida por Mauricio Aquiles Vicencio —integrante fundador de la mítica agrupación Altiplano—, así como hasta la feria de artesanos instalada en el Parque Simón Bolívar durante los dos días restantes del Carnavalito, y hasta el desfile andino, del cual también Jacob hizo parte. No obstante, el novel concertista no fue la única figura que se aparecería por todas partes. De forma semejante Mauricio, Lucas, Julián y algunos artesanos adquirían provisionalmente la apariencia de espectadores, de músicos, de curiosos o de vendedores. Acaso como lo escribió José Manuel Arango alguna vez: en la mañana, en la tarde y «en la noche de Carnaval cada quien se hace una máscara, nadie sabe quién es quién».
Para dar cierre a la jornada, la Estudiantina hizo un preámbulo al ensamble que, como de costumbre cuando se trata de los arreglos y selección del docente y músico Sebastián Pérez, albergaba toda clase de experimentaciones. Si bien, como lo indicó Lucas —compositor de la primera de las piezas interpretadas por la agrupación—, la expresión «estar en aires de» se emplea en la música folclórica para hacer alusión a la influencia que tiene un género, ritmo o cadencia en una determinada canción, no resultaría extraño para este caso decir que la primera obra estaba en aires de doom metal. Titulado «Lanza en ristre», este trabajo exploraba tonalidades propias de un género cuyos artífices nunca imaginaron llevado a los tiples, las bandolas y las guitarras. Este momento de juego finalizó con un blues de la autoría de Sebastián y, acto seguido, la presencia de Lucas Rodas, Ana María Calderón, Daniela López y Julián Trujillo colmó el escenario.
La promesa del ensamble se cumplió. Sus integrantes habían ajustado hasta el más mínimo detalle para que aquella puesta en escena fuera el hogar de toda clase de músicas y, entonces, ese viaje por tan múltiples latitudes sonoras se dio con una velocidad insólita. De un joropo que le cantaba a la pérdida se pasaba prontamente a sonidos próximos a los del didyeridú aborigen, cuyas broncas resonancias se replicaban en las tonalidades profundas de las voces masculinas y hacían contrapunto a las melodías dulces de las femeninas. Al son de «Calavera», «Trashumancia ecuatorial» y un hermoso homenaje a los familiares desaparecidos por la violencia, se consumó el fin de la primera jornada del Carnavalito.
Apenas habíamos entrado en contacto con la música por algunas horas y ya aquel espíritu comunitario que emerge cuando el Festival inicia empezaba a embriagar las calles de la cerámica con su rumor milenario de zampoñas, bombos y quenas en el aire nocturno de los jazmines.