Por: Juan Manuel Vásquez.
La magia de la música no tardó en llegar al Carnavalito. Tal era el nombre del taller brindado por Mauricio Aquiles Vicencio. Un hombre de una jovialidad monumental que fundó Altiplano en 1976, grupo que se convertiría rápidamente en uno de los más importantes del continente americano. Junto a un selecto conjunto de novedosas propuestas musicales—del que también harían parte Los Jaivas, Inti-Illimani o Quilapayún—, la banda formada por Mauricio supo hacerse un lugar en el legado que el país austral le ha donado al mundo. Ávidos de ensanchar los límites del lenguaje artístico de su época, los primeros jóvenes que integraron a Altiplano no buscaban repetir el éxito comercial de Los Terrícolas o Los Iracundos. Por el contrario, se sumergieron sin temor en el folclore y en su diálogo con las músicas del mundo, lo que les permitió remontar los más lejanos meridianos, no con el fin de coleccionar sellos en sus pasaportes, sino con el de comprender con un poco más de claridad el origen común de este lenguaje anterior a toda palabra.
A medida que la conversación propuesta por Mauricio avanzaba, reunía su visión de la vida y la música en una ética de la creación. Dejaba frases de un brillo tal que provocaba en el auditorio un asombro sin pausas: «Hay que conocer el aire», decía «porque la música está dentro de la madera. Toca liberarla». Y a su afirmación la seguía justamente la música dentro de un quenacho sin agujeros, que sin ninguna explicación —salvo la de la aseveración que la había precedido—, emitía toda clase de sonidos temperados. Y, luego, continuaba: «Existe una música del silencio. Cuando haces música en soledad, debes parar a respirar y en ese momento imperceptible escuchas todo lo que hay alrededor, la música del espacio. Pero con la que haces en compañía ocurre diferente. Hay una respiración continua. Por eso es necesario que exista un vínculo de hermandad con aquellos con quienes se toca. La zampoña hermana; es un instrumento que unifica».
Al llamado de Mauricio, de entre el público se iban colocando de pie algunos integrantes incógnitos de Altiplano. Emprendía con ellos la ejecución de canciones en las que se asomaba una suerte de respiración conjunta, de viva wayra. Tras ella no quedaba sombra de duda: entre su vida, su pensamiento y su música no cabía la contradicción. Esa persona que se presentaba sin velos ni temores era Mauricio; el Mauricio de Altiplano; el Mauricio que cuando era aún más joven descubrió en un recorte de periódico un acorde insólito en las manos de Milton do Nascimento y no volvió a ser el mismo; el Mauricio que sabía que en la forma de algunas plantas como la calabaza y la jícara ya se anticipaba la forma del viento, o lo que es lo mismo, de la música de los andes y los puertos; el Mauricio que, por último, hablaba de una doble necesidad: por una parte, la de la humildad necesaria al escuchar a otros músicos y, por otra, de la necesaria creación de un repertorio nuevo por parte de todo grupo. Pero no solo lo pedía, también Mauricio lo prodigaba y por ello recordaba con emoción el concierto del día anterior, en el que los jóvenes se arriesgaban a hacer piezas con esos tarareos que les habían robado a las flores en la noche.
La mañana continuó con la charla del docente Isaías Arcila, cocinero e investigador de la cocina tradicional. En su disquisición exploró los hilos invisibles que existen entre la comida, el canto y la sociedad.
Cuando empezó a declinar la tarde, sobre los adoquines del Parque Simón Bolívar dio inicio el rito de las músicas andinas y latinoamericanas. Agrupaciones como Aramara, Jakko Libre, Tierra Andina y Laboratorio Montaña Azul brindaron al aire festivo del sábado una amalgama de silbos, cantos y resonancias en la que se intuían los sonidos que cientos, o miles de años atrás percutían en el corazón de los ancestros. Ya abrazadas por una lluvia itinerante que se calmó de pronto, las multitudes de amigos y familias se detuvieron para escuchar el concierto de Altiplano durante una hora que recordarían por siempre. Como un gesto que buscaba retribuir el cariño con el que los había recibido este poblado oculto entre cerros y montes, la banda sumó pasillos y cumbias a su repertorio habitual. Un bossa nova andino recordó la anécdota del acorde hallado entre papeles de noticias distantes y, tras él, brotó la respiración conjunta de aquel sonido profundo que nace en las cañas de la zampoña: las anécdotas e ideas que Mauricio había expuesto horas antes llegaban a su culmen con la ejecución magistral de sus instrumentos y una despedida engañosa, porque seguiría siendo parte del festival.
Al finalizar el recital de Altiplano la lluvia volvió como en noches memorables de carnavales anteriores. Sin embargo, el público blandió sombrillas y banderas para escamparse del agua y bailar al compás de los grupos bogotanos Walka y Ukamau. El jolgorio terminó cerca de la una de la mañana y sus participantes corrieron a descansar para el desfile andino del domingo.
A las tres de la tarde se citaron la Tropa de Flautas del Instituto, su Grupo de danzas precolombinas, la Tropa Sikuris de Aburrá y Sikuris de Santa Elena para robarle curiosos a las calles principales y citarlos en el parque para el último día de fiesta. Engalanado con cintas rojas y corpiños ambarinos, camisetas aguamarina, sombreros bermejos y faldas y camisones azabaches, aquel cortejo de danzas, taycas y quenas no cesó hasta que Etnias tomó el escenario. Tras ellos, Marrón Inciso, Aleteos e Imillaj precedieron a uno de los grupos más ansiados de la noche.
La muchedumbre coreaba el nombre de un dueto de hermanas proveniente de Bogotá. Las Áñez aterrizaron frente a quienes las vitoreaban como los pájaros azules que salieron del pecho de Violeta Parra según Atahualpa. Quizá por ello, cuando los acordes tripartitos de «En la lucha» y sus voces en falsete provocaron una conmoción casi sagrada, un dejo también presente en las tonadas de Violeta las acompañó en adelante. Si bien los métodos de la pareja de cantantes se empapaban en las sonoridades y juegos permitidos por la música electrónica, una fuerza femenina común las hacía cercanas a muchas otras voces cuyo camino también se cruzó con las plazas carmelitanas: Andrea Echeverri, Luz Marina Posada o Niyireth Alarcón.
El Carnavalito se despidió luego de esa galería de asombros con la catarsis del baile. Querqués y Fredy Velásquez se encargaron de soltar las amarras y permitir que en el cuerpo de quienes reciben el azogue de la música habitara ese duende al que cantaba Arango. Horas después, cuando el parque se reencontraba con sus solitarios amaneceres y un puñado de músicos persistía en el soplo de las antaras y los sikús, una luz se alzó sobre las estatuas y las palomas, una musiquilla innombrable y antigua aún revoloteaba por ahí.
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Un agradecimiento especial a Santiago Toro, integrante del Laboratorio Montaña Azul, así como a los demás participantes del Carnavalito, por las conversaciones que permitieron la creación de este escrito.