Por: Juan Manuel Vásquez Vivas, oficina de comunicaciones.
Es jueves 25 de julio. La vigésimo novena edición del FIT se desliza hacia su final y el público ha observado en sala obras maravillosas del teatro físico como “Violi-voila” o “Efímero”. Aún restan las funciones de “Les Amaints” y “Crime Brûlé” y, desde Ecuador, Martín Peña, quien ha trabajado con Teatro del Cielo en funciones anteriores de El Gesto Noble, se dispone a impartir una masterclass sobre teatro físico en la Biblioteca Carlos Jiménez Gómez.
En sus intervenciones Martín intercala conceptos que permean el cuerpo en el teatro físico con demostraciones interpretadas por él o por su grupo Crime Brûlé. El periplo da inicio con la explicación de una serie de diferencias entre las ideas de cuerpo dramático y contexto dramático. En la piel blanca del tablero, Martín garabatea un círculo al que rellena de puntos. La circunferencia de este, explica, es el contexto. Ya sea el texto, los elementos escenográficos, el espacio o la música, estos dispositivos dramáticos no deberían ser nunca más importantes que el mismo cuerpo. Lo dotan de una carga simbólica, sí. Lo acompañan en ese tránsito entre sus fases expresivas. Sin embargo, advierte, si el cuerpo no es el vehículo del sentido, si no está vivo y dispuesto, «eso no funciona».
El teatro físico, por consiguiente, se demarca en torno a un cuerpo por medio del cual se manifiesta esa carga simbólica que el autor ha construido. Incluso si la voluntad de la obra yaciera en el corazón de una apuesta psicológica, si ella no se tradujera en una tensión muscular, naufragaría. No supone, pues, ninguna innovación el decir que el conflicto dramático opone fuerzas. Mas sí el que estas deberán ser contenidas consistentemente por los cuerpos escénicos en disputa. De tal forma, estos cuerpos requieren del concepto de contrapeso para tal fin, a su vez estratificado en tres niveles. En el estadio inicial se encuentra el contrapeso escolar. Este consiste en la comprensión anatómica del suceso y la teoría técnica que lo antecede. El segundo, el contrapeso profesional, consiste en cómo esa suerte de peso se transmite al espectador. El tercero, finalmente, es aquel que verdaderamente persigue el artista. Que se caigan los andamios y aquellos que observen el espectáculo se imbuyan de la idea misma, de la química tras lo técnico, que ocurra el diálogo directo entre artista y espectador.
Quizá tras delimitar estos escalones por los que desfila la obra pudiera pensarse que su fin es impresionar mediante la exhibición técnica y, sin embargo, si no se introdujera de lleno el artista en los márgenes de su lenguaje y los viera resquebrajarse, no llevaría a cabo más que una repetición conceptual cuyo triunfo se desvanecería tras los primeros cinco minutos de asombro. Para que realmente perviva la conmoción de la mirada es necesario que este despliegue esté acompañado de la fértil amalgama entre gesto y actitud. El primero puede ser pequeño y consiste en el contacto con lo exterior. El segundo, por el contrario, delata una tendencia interna, íntima, de la que deben desprenderse los demás gestos.
En la cátedra de Martín existe una preocupación constante por legitimar el estudio técnico. Sin el cultivo de una comprensión teórico-práctica no existiría la posibilidad de desnudar la idea, de transmitirla, de entregarla a los ojos de aquella persona en la que inicia y termina el espectáculo. «El proceso de estudio es sistemático, pero la técnica debe estar al servicio de la emoción», reitera Martín. Dar una vuelta por el mundo le sirvió para entender cuáles eran los márgenes de su lenguaje, qué se había dicho en la disciplina a la que ama, así volviese al mismo punto, ya él no era el mismo. Desde entonces, el rigor y la ingenuidad resguardarían sus creaciones en lo sucesivo: «no olvides la técnica, le dirían, no pierdas de vista tus ideas».