Tríptico de la soledad humana

Escrito por: Julián Acosta Gómez, Promotor de Lectura de la Sala de Lectura José Manuel Arango e integrante de Opinión a la Plaza.

Kokoro

Fotografía: Fabián Rendón- Oficina de Comunicaciones del Instituto de Cultura El Carmen de Viboral.

Escrito por: Julián Acosta Gómez, Promotor de Lectura de la Sala de Lectura José Manuel Arango e integrante de Opinión a la Plaza.

Las multitudes se escuchan afuera del teatro, los actores se entrelazan en un rito de acoplamiento y distensión. Las manos se aprietan en los cuerpos que quieren ser uno, parecen limpiarse mientras se llenan de energía. La escenografía está construida por colores cálidos que permiten un contraste rápido frente a los movimientos de los actores que son siempre tres: la mujer, el hombre y un personaje abstracto que según narra Juan Carlos Agudelo ha sido asociado por los espectadores como un punto que hilvana el tiempo o como un espíritu que cuenta la historia. De la misma manera, puede pensarse como un coro griego que tiende sus ramificaciones para permitir la coherencia.

Kokoro es una obra de la fuerza física, de la construcción dramática a partir del cuerpo, la imagen y la relación personaje-objeto. Para comprender este aspecto debe entenderse el contexto de la estética planteada por La Casa del Silencio: el desarrollo de las obras no nace de una dramaturgia estructurada sino de soluciones escénicas que resultan de los ejercicios, “allí se construyen las imágenes, se construyen los universos”, dice Juan Carlos. La propuesta del grupo nace de la necesidad de poner el silencio en servicio de la teatralidad. Es a través del teatro físico donde la gestualidad, las coreografías, las acciones físicas y las artes en general descubren una profundidad de amplias oportunidades creativas para el montaje de obras. El silencio al que se refiere las puestas del grupo apuntan al precepto de que “en el silencio está la universalidad del lenguaje”, apunta Juan Carlos Agudelo.

En este Sentido, Kokoro presenta una historia que expone la dificultad de las relaciones humanas: los personajes permanecen en una constante tensión que es inasible para ambos, la obra alcanza un ritmo particular justamente en la disonancia psicológica de ellos pero en el acoplamiento de la acción escénica que termina por crear una totalidad fragmentaria y sincopada. La obra está en el marco de la distancia insubsanable que existe en la experiencia vital de cada individuo. Allí, los objetos animados y la aparición del cine construyen las caras de la obra como un prisma intemporal que desde la presentación de cuadros compone la tragedia de un amor atravesado por la guerra desde una visión circular: este hecho podemos deducirlo en la imagen final, en la presencia cíclica y extendida de los ropajes infantiles que teje la mujer. La historia es repetida y vive en las manos del personaje abstracto (que es una proyección de Kokoro): él es el tiempo de la narración.

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