Por: Juan Manuel Vásquez Vivas, equipo de comunicaciones Instituto de Cultura.
Como si ya hubiera llegado la próxima edición del Festival Internacional de Teatro El Gesto Noble, el corredor del Instituto de Cultura se atiborró de espectadores durante la noche del viernes 17 de mayo. No era, sin embargo, una función dramática lo que convocaba en esta ocasión a un público mayoritariamente femenino. Se trataba de la conversación entre dos grandes amigas. La poeta Marga López y la pianista Teresita Gómez emprenderían un vital diálogo durante aquella velada que renovaría el nombre del evento: Las Palabras y la Noche.
La excusa de aquel encuentro, repetido tantas veces en esa casa de juguetes en la que vive Teresita y desplazado ahora a la Sala Montañas de la Casa de la Cultura, era la presentación de la biografía de la pianista colombiana, escrita por Beatriz Helena Robledo. Por su pluma ya habían desfilado las vidas de María Cano y Rafael Pombo o, lo que es lo mismo, de la resistencia y la poesía. Ahora, en la historia de la hija adoptiva de los porteros del Palacio de Bellas Artes, se conjugaban ambos talantes. No eran tampoco vanos los viajes de la autora del libro por la literatura infantil y juvenil, pues —como aconsejaría Teresita minutos después—: “No se puede dejar morir a la niña interior, es lo que nos da luz”.
Justamente en la infancia y en la penumbra encontró Teresita ese primer contacto con las teclas blancas y las teclas negras del piano. Durante el día, como relató a las asistentes, escuchaba en el Palacio lo que tocaban las niñas blancas de la ciudad y en la noche recorría junto a su padre, Valerio Gómez, las galerías solitarias en busca de ese portentoso instrumento que alojaba las melodías en su mente. Finalmente, pudo tocar de memoria, en su primer concierto en piano de cola, El reloj de cucú y La marcha del soldadito, para un auditorio nocturno al que integraban exclusivamente su padre y su madre. Ante la perplejidad que le produjo escuchar su interpretación de las partituras vedadas para aquella incipiente pianista negra, la madre solo pudo decir: “Y ahora… ¿qué vamos a hacer con la niña?”.
Lo que sus padres, Teresita y los públicos futuros entenderían solo con el tiempo era que aquella noche el verdadero descubrimiento no era el del piano de cola para Teresita, sino el de ella para sí misma como un instrumento del arte. Cada uno de sus dedos era un color diferente, una pasión particular, una intensión única al momento de jugar con una partitura. Lo que visitó el alma de la intérprete durante ese primer recital fue la certeza de que en “esta época de tanto ruido, el instrumento somos nosotras”, como aseveró en esta noche, poco más de una semana después de cumplir ochenta y un años. Aunque en ella resonaron desde siempre la valentía y el color de su madre biológica y la fascinación por la música heredada de su progenie paterna, la complicidad de sus padres adoptivos fue esencial para emprender aquel camino. Quizá por esto Teresita nunca se decantó por ninguna de las dos fechas entre las que se batían sus biógrafos y terminó por abrazar a ambas: tanto al nueve de mayo consignado en su registro de adopción, como al trece impreso en su documento de identidad.
Como era natural, mayo se convirtió en su mes. Así que, durante aquella edición de Las Palabras y la Noche, los oyentes fueron conscientes de que participaban de un homenaje más cercano e íntimo, no era una gala sino un festejo. Por ello, antes de que la agrupación Cuba Libre removiera los goznes de la memoria de la homenajeada, a sus labios llegaron los versos de Raúl Gómez Jattin, con quien no solo comparte apellidos, sino el mes de su nacimiento. Teresita entregó a las gradas del teatro, a las personas sobre las sillas improvisadas y a las tantas otras que la escuchaban desde el pasillo, más allá de la puerta abierta, el recuerdo de “El Dios que adora”, entre cuyos versos iniciales puede leerse: “Soy un Dios de mi pueblo y mi valle/ No porque me adoren Sino porque yo lo hago/ Porque me inclino ante quien me regala unas granadillas o una sonrisa de su heredad”. Tal vez a esa clase de cumbre se refería Marga, su amiga, cuando en contra de lo que ella afirmaba le decía que era una artista encumbrada. Consciente, por conocer como pocos su humildad jardinera, de que Tere es una diosa que, como canta Jattin, se inclina ante quien le regala una sonrisa.
Teresita es también —como Robinson Quintero Ossa, el anterior protagonista de Las Palabras y la Noche—una artista hermanada con el tango, con el canto, con la literatura e incluso con la actuación. Por eso, entre las imágenes que regaló con su voz ronca no solo habló de Bach, de quien dijo que era el latido del universo, de Nina Simone o de Mozart, sino también de Marguerite Yourcenar, de Marga López y de Camila Sosa Villada, autora de una de las novelas más importantes sobre la temática LGBT en Latinoamérica. Nadie como Teresita entendió lo que fue defender su arte y vida frente a los estigmas sociales y de ahí su admiración por la forma en que Camila escribió esa historia de las otras, esa otra historia.
Conmovida por los relatos sobre los personajes que habitan los márgenes, Teresita recordó la parábola escrita por Chéjov, en la que un actor espera a que se vacíe el teatro y es en ese momento en que interpreta hasta la muerte los papeles por los que vive. Quizá, si en algún juego fabuloso de la imaginación, la pianista encumbrada pudiera leerle a la niña sonámbula de Bellas Artes un cuento, no con el fin de dormirla, sino —por el contrario—con el de animarla a alcanzar sus sueños, este sería el de Chéjov. Porque de la misma forma en que aquel intérprete caminaba por los pasadizos vacíos del teatro para encontrarse, por último, con su vocación, aquella niña lo haría en el Palacio de Bellas Artes por primera vez; luego, en una enigmática capilla de la Universidad de Antioquia que llevaría desde entonces su nombre; y, finalmente, en la sala de conciertos que espera inaugurar el Instituto de Cultura de El Carmen, frente a un piano similar al que Valerio Gómez le había abierto en secreto tantos años atrás.
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