Aceptar la lluvia en el dorso de la mano: perplejidades tras el Víboral Rock

Pero al niño ciego le dicen esta es la lluvia

y él la acepta en el dorso de la mano

y le dicen este es el azulejo

y él pasa suavemente las yemas por el cuello

corvo

Lluvia, azulejo: nombres

para las perplejidades del niño

ciego

Apalabrar – José Manuel Arango

The pleasure is to play
It makes no difference what you say
I don´t share your greed

Ace of spades – Motörhead

Por: Juan Manuel Vásquez Vivas, equipo de comunicaciones Instituto de Cultura.

Era viernes 10 de mayo y aún faltaban algunas horas para que diera inicio la música. Ya frente al escenario algunos transeúntes no solo curioseaban las pancartas que anunciaban la decimoquinta celebración del Viboral Rock, sino que también escrutaban los atuendos de quienes se agolpaban en las escalinatas, ataviados de taches, cuero y consignas, mientras los ingenieros de sonido ultimaban los detalles para vivir, por primera vez en la plazoleta municipal, tres días continuados de rock, punk y metal.  A los visitantes habituales que alberga El Carmen durante los fines de semana se sumaron otros tantos de los demás municipios de Oriente, de Medellín y aquellos que llegaban en caravana con las bandas del resto del país por la visita de Krisiun, The Risen Dread o 1280 Almas.

La programación había empezado a rodar desde el miércoles con las masterclasses en “Producción musical asociada al Home Studio” y el jueves con la de “Posicionamiento de bandas y distribución digital”, impartidas por Juan Carlos Henao y Esteban Mejía Pinto. Sin embargo, fueron Idílico, Hydra y Catharsis las agrupaciones encargadas de llevar a la Institución Educativa El Progreso el concierto descentralizado que agitaría al público juvenil durante las siguientes horas. Las tres orquestas habían nacido con los procesos de formación de la Escuela de Artes del Instituto de Cultura y ahora vivían su primera participación en uno de los eventos más importantes de las músicas alternativas en la escena nacional.

No era solo para las nacientes bandas su primer gran concierto. Para muchos de los jóvenes que se tomaban de las manos para bailar también significaba una especie de iniciación. Esa necesaria experiencia de contacto con géneros cada vez más alejados de los medios convencionales y que ahora se revitalizan gracias a las plataformas digitales. De la misma forma, décadas atrás, estas músicas contraculturales y renovadoras transitaban de parque en parque mediante casetes o discos compactos copiados una y mil veces, gracias a lo cual los integrantes de las bandas que ahora conforman el festival habían sabido de la existencia de Pink Floyd, Motörhead, Ramones o Nirvana, grupos que inocularían en ellos el deseo de hacer música, de consagrar su día a día a la práctica de un instrumento. Como se recordaría el domingo durante la rueda de prensa convocada a los medios regionales, el Víboral Rock es fundamentalmente una experiencia de formación de públicos, un umbral hacia aquellas vivencias que no pertenecen solo a los más jóvenes ni a los mayores, una carta de invitación para el espectáculo que se daría un par de horas más tarde.

Nuestro Tiempo fue la banda que inauguró la jornada del viernes. Durante sus primeras canciones un breve chubasco hizo que algunos de los asistentes se guarecieran en las carpas habilitadas por el Instituto de Cultura, ubicadas junto a los toldos de alimentación y artesanías. Allí, el público entraba en calor con el característico headbanging, que se   prolongó durante la celebración y acompañó las canciones de los grupos de hardcore, punk, metal y rock. Hubo un momento en que el murmullo del agua empezó recordar las lluvias torrenciales que habían acompañado conciertos memorables de anteriores ediciones del Víboral Rock, como el de Aterciopelados en 2018 o el de IRA en 2012. Finalmente, el cielo se despejó y bajo él desfilaron las bandas que convocaron a más de catorce mil asistentes durante el fin de semana.

No fue sino hasta el final del segundo día que las nubes volvieron a asechar el cielo. ¿Pero qué más daba que de la mano de la música llegara el agua? ¿No eran acaso una seña de identidad del festival las fotografías de los rockeros y rockeras con el cabello empapado y el maquillaje corrido? Cuando Fernando del Castillo, vocalista de 1280 Almas, recordó en el escenario que, diecinueve años atrás, había hecho parte del primer Víboral Rock, cuando el público se detuvo durante un instante para pensar en quiénes eran diecinueve años atrás, en si acaso habían nacido ya, o en si sus padres habrían caminado “un trecho de la mano, secretamente unidos en el paso” en aquel lejano 2005, el cielo no pudo más y se venció sobre el parque Simón Bolívar. En ese momento de trance en el que Fernando recitaba la última canción de la noche, una parte de su audiencia cerró los ojos como si fuera el niño ciego de Apalabrar, aquel al que “le dicen esta es la lluvia/ y él la acepta en el dorso de la mano”, y cantó al unísono “Los planetas”, como si hubiese sido escrita para el festival y ahora a puertas de los veinte años de su nacimiento hubiera que recordar aquellos versos que decían: “Pero yo te quiero/ y quisiera verte/ al mirar al cielo”, como si, en adelante, en lo más recóndito de las memorias futuras de los asistentes, cada que fuese a llover, encontrasen ese momento.

Esta experiencia viva del rock, esta transmisión de la experiencia vital del arte y la cultura se enlazó con más vigor aún durante el último día del Víboral. El Día de la Madre fue el pretexto perfecto para que durante la tarde a la muchedumbre que vibraba con los prodigiosos grupos de metal se sumaran familias enteras. Estas estaban integradas por personas mayores que hasta ese momento se habían sentido ajenas al género, pero que ahora resignificaban lo que era vivir esta música. Veían el cariño con el que los padres alzaban en hombros a sus hijas y las pequeñas, perdidas en ese frenesí musical, asistían sin saberlo a ese sueño cumplido, imaginado veinte años atrás por sus padres, sobre las mesas del mítico Hardbar, de ver al parque principal convertido en el escenario de sus bandas preferidas. Lejos quedaron los estereotipos de violencia o confrontación entre fanáticos de los géneros musicales más pesados: la plazoleta era una fiesta a la que todos eran bienvenidos.

 

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