Escrito por: Andrés Álvarez Arboleda, integrante de Opinión a la Plaza.
Fotografía tomada por Fabián Rendón Morales – Oficina de Comunicaciones del Instituto de Cultura El Carmen de Viboral
Historia fragmentaria del grito
Escrito por: Andrés Álvarez Arboleda, integrante de Opinión a la Plaza.
Cuando en Medellín se prefiguraba el escenario de violencia que desangró la ciudad durante los años ochenta y principios de los noventa, las calles comenzaron a poblarse de un sonido que fracturaba los lugares comunes de la música e incomodaba los valores anquilosados en esta tierra de gente necia, local y chata y roma, como cantaba León de Greiff. Los artífices y escuchas del Metal no eran menos disonantes que el género: vestían camisas negras estampadas con las agresivas carátulas de sus bandas y llevaban el pelo largo. Quienes los encontraban de frente al caminar por las calles se escandalizaban, se cambiaban de acera y se persignaban. Pero esas eran justamente las señas de que el Metal representaría una revolución en la movida cultural y urbana que ante el malestar de los afanes lucrativos –catalizadores de las atrocidades de esos días– y la mojigatería de los antioqueños, proponía una alternativa extrema.
El origen de las primeras vertientes del Metal se remonta a finales de los años sesenta en el Reino Unido. Black Sabbath, la banda encabezada por el legendario Ozzy Osbourne, partió definitivamente las aguas entre el Heavy Metal y las demás tendencias del Rock que se habían desarrollado en las décadas anteriores. Ozzy contaba en sus entrevistas que además de abrevar de los sonidos del Rock, pasaba horas viendo las películas de terror del cine clásico (Nosferatu, El Gabinete del Dr. Caligari) sobre todo por la música que las acompañaba. Allí la prevalencia de los acordes menores enrarecía la imagen proyectada con un ambiente siniestro y obscuro, y prefiguraba las potencias de las guitarras de fierro retorcido y profundas resonancias que constituían el signo de la banda. Ese soplo originario fue nutrido por los trabajos iniciales de bandas como Led Zeppelin y Deep purple.
Los usos particulares de la voz, según explica Julián Trujillo (frontman de Vitam et Mortem), también fue uno de los elementos que marcó una diferencia especial con el rock precedente: una técnica vocal más apoyada en la musculatura le dio mayor agresividad a la expresión musical y la acercó al grito. Así el grito, que ha acompañado todas las eras de la humanidad, fue canalizado por las voces agudas del Heavy, las voces rasgadas del Trash o las guturales del Black para que fuera testimonio de lo humano. El grito aparece siempre en la experiencia límite, y así mismo el Metal ha aparecido en los periodos de penuria, cuando los valores establecidos no hacen más que justificar un mundo sumido en la crisis y no se puede ser más condescendiente con ellos: solo hay lugar para una respuesta radical que rasgue los cielos falsos y haga temblar los cimientos de la costumbre. El grito metálico fue la partera de nuevos horizontes en los convulsos finales de la década de los sesenta en Europa, y la nodriza de los jóvenes extraviados en medio de las balas en los momentos más álgidos de la violencia colombiana.
Esta nueva interpretación del mundo también necesitaba desarrollar unas estéticas propias, bastante diversas en el seno de un mismo marco de creación artística. El Heavy Metal, de blue jeans rasgados y cabellos revueltos, y las variaciones en las que luego devino acogieron la fabulación como uno de sus métodos de plasmación lírica; las tradiciones europeas forjadas en el Medio Evo saturaron su horizonte simbólico de caballeros y seres míticos, llenaron de colores –el negro no es la única posibilidad dentro del Metal– las recreaciones de la realidad sobre la que se pretendía establecer una ruptura. Por su parte los subgéneros más extremos como el Death Metal o Black Metal asumieron una actitud aún más provocadora, el negro y el rojo ocuparon un lugar predominante en las reflexiones sobre la muerte –pocos géneros han reflexionado tanto sobre la muerte como el Metal– y en su oposición radical a la visión judeocristiana del mundo. Estos apenas son ejemplos.
Pero también hay un punto de confluencia, la disonancia es el centro tonal del Metal y la utilización del tritono en las composiciones es en sí misma una trasgresión moral además de estética. La disonancia del tritono estaba prohibida en la música medieval porque era considerada por los clérigos una expresión demoníaca en la música, diabolus in musica, y fue censurada posteriormente en las académicas como un intervalo detestable y peligroso. La estridencia sin embargo era también una forma de resistencia en la que se experimentó, integrando nuevamente los elementos más armónicos del barroco o los colores del folclor (el folclor colombiano ha sido un inagotable afluente para el metal), hasta desarrollar una rica variedad de posibilidades de las que incluso se han nutrido las formas musicales tradicionales. Escuchar la Orquesta Sinfónica de Oslo interpretando los temas de Dimmu Borgir o a la Orquesta Sinfónica de San Francisco tocando junto a Metallica es una experiencia de ese intercambio y de la presencia del Metal en los retablos de la alta cultura.
Volviendo a nuestro punto de partida, las tierras antioqueñas fueron epicentro de uno de los fenómenos más importantes en la historia del Metal: bandas pioneras de los años ochenta como Parabellum y Reencarnación, las cuales se oponían con su propuesta artística a la violencia desbordada de la ciudad de Medellín, empezaron a experimentar con sonidos igualmente agresivos. El grito fue la manera de romper el silencio de la tragedia. Y en esas nuevas búsquedas estéticas encontraron los elementos sobre los que se asentarían las bases del Black Metal. Mauricio Montoya, Bull Metal, fue un personaje importantísimo en este periodo; en esos años, él comenzó una fecunda correspondencia con grupos europeos que también estaban explorando los sonidos extremos, e introduciendo a la música las tradiciones paganas de la mitología escandinava. El intercambio de grabaciones artesanales estableció un vaso comunicante entre el trópico y el ártico, y generó nuevas formas de experimentación musical. Mientras los metaleros colombianos le deben en gran medida a él la llegada del género al país, bandas legendarias como Mayhem reconocen hoy la influencia esencial de los colombianos.
El personaje del que anteriormente hablamos fue también quien trajo a El Carmen de Viboral, el municipio donde vivió sus últimos años, una buena dosis de Metal. Varios de los grupos que hoy vigorizan –como Vitam et Mortem– la escena metalera de El Carmen lo conocieron y aún recibieron la influencia de las principales bandas en las que Mauricio percutió su atronadora batería: Neurosis, Masacre, Typhon. Ese germen se ha multiplicado. El atestado concierto de metal en el Víboral Rock 2017 demostró la acogida multitudinaria del género. Ni los niños, ni sus padres, ni los mechudos, ni los locos, ni el Alcalde se lo perdieron. El grito no está extinto.
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