LA CALACA FESTIVA

Escrito por:Andrés Álvarez Arboleda, integrante de Opinión a la Plaza.

A todos nos toca

Fotografía: Fabián Rendón – Oficina de Comunicaciones del Instituto de Cultura El Carmen de Viboral.

Escrito por: Andrés Álvarez Arboleda, integrante de Opinión a la Plaza.

En los murmullos del público está la expectación frente a la primera función nocturna que se llevará a cabo en el cementerio de El Carmen de Viboral. De entrada, se encuentra con una escenografía conformada por una tumba desnuda a la que alumbra una luz cenital, un columpio someramente decorado a la derecha y una base para tambora a la izquierda; al fondo están los osarios del cementerio, adoptados orgánicamente al espacio escénico. Mientras tanto suena un repertorio de música (guascas, rancheras) que anticipan las formas de apropiación de la cultura popular de los temas de la muerte y sus panteones.

La obra A todos nos toca, del Teatro Rodante de México, suscita una reflexión sobre la experiencia y la confrontación de la muerte en los países latinoamericano, especialmente en México y Colombia, donde la muerte muchas veces llega con violencia. Allí dos personajes, Ignacio Flórez (Francisco Lozano) y La Calaca (María del Carmen Cortés) transitan por un diálogo que se desarrolla a través de los “cinco misterios” que le prestan estructura a la trama escénica. Estos cuadros le permiten a la obra esquivar un desarrollo lineal –narrativo– de los sucesos dramáticos, a favor de un desarrollo ritual (no tanto el de la liturgia como el del juego) mucho más cercano a las formas mediante las cuales los latinoamericanos nos relacionamos con la muerte, fragmentarias, sincréticas, que transitan de la tragedia a la festividad.  Esta conjugación ritual le imprime un rasgo esencial de verosimilitud a la obra y le hace vívida al espectador la sensación del viaje que atraviesa Ignacio por el mundo de los muertos.

Por otro lado, la ritualidad de A todos nos toca encuentra su desarrollo en el despliegue de la música. La presencia en todos los cuadros escénicos de las canciones populares no es una asunto ornamental ni efectista: es la recreación en escena de un espíritu festivo que no rehúye la precariedad de la condición humana, sino que la afirma. La musicalidad mantiene la tensión dramática de la obra, marcando los cuadros, imponiendo las pausas y profundizando su tono exuberante y juguetón; en un punto, en la narración de los vivos que Ignacio le cuenta a La Calaca, se convierte en el eje de la acción dramática, creando una pequeña ficción dentro de la ficción general de la obra.

Todo el desarrollo temporal de A todos nos toca encuentra su correlato en el espacio de la escenografía, la cual se empieza a llenar de color y de objetos a medida que avanza el drama. Ningún objeto que entra a escena es luego retirado, de esta manera el escenario se va saturando, y la tumba, en un principio desnuda, va adquiriendo la apariencia y el sentido de un altar. La mano de San Agatón, las velas, las flores, la botella de licor implican la fijación simbólica de la memoria. Si, por un lado, la atmósfera del cementerio ha impactado las condiciones de representación de la obra, por otro lado, la obra ha cargado de un color inusitado las filas de lapidas grises que permanecerán allí cuando acabe la función.

A pesar de que la inclemencia del clima la emprendió contra los espectadores, de algunos inconvenientes técnicos y la presencia inverosímil de los micrófonos de diadema, el espacio del cementerio permitió una comunicación emotiva entre los actores y el público, y acaso entre los espectadores y sus muertos. Precisamente A todos nos toca nos recordó que la muerte es la primera convidada de la cultura.

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