«Nació el día que allí en el aeropuerto se tostó Carlos Gardel, como si quisiera asomarse a ver el choque. Tal vez porque decían: —Murió Carlitos, naciste vos». Así inicia la novela “Aire de tango”, del maestro Manuel Mejía Vallejo. Para sus primeros lectores, aquellas líneas inauguraban, en 1973, el género de la novela urbana. Aquel estilo otorgó un cierto tono de lunfardo, milonga y cuchillo a la narrativa antioqueña posterior y aún ahora se respira su legado en la forma en que se vive el tango en los arrabales medellinenses. Esta influencia musical y espiritual no solo contaminó la prosa de Manuel, sino que propició a 101 años de su nacimiento una nueva edición de Las Palabras y la Noche.
En esta ocasión, enmarcadas en la Cantiga Festiva —nuestra Fiesta del libro—, Las Palabras trajeron la presencia del Maestro por medio de la voz de la poeta Marga López, así como por la de su esposa, Dora Luz Echeverría, y la de una de sus hijas, María José Mejía. Durante La Noche, nombres habituales de las veladas literarias del municipio se revistieron de una cálida vitalidad con las anécdotas de ambas invitadas.
Hablaron de Ziruma —nombre con el que los indígenas wayús se refieren al cielo—, de los ahorros que Manuel supo hacerse en Guatemala y luego le permitieron adquirir aquella finca que se haría hogar y asilo de tantos otros autores.
Hablaron de la incidencia de José Manuel Arango y de Roberto Juarroz en la publicación de los primeros poemas de Manuel, quien, si bien ya era reconocido como uno de los escritores más influyentes de la literatura nacional, había dedicado hasta entonces sus obras publicadas exclusivamente al género narrativo.
Hablaron de la sorpresa de María José al crecer y enterarse de que no a todos los padres les hacían homenajes al llegar a tierras ajenas.
Hablaron de que aquellos boleros, rancheras, tangos y milongas que acompasaban los intersticios del diálogo los había ido aprendiendo María José de pequeña en las noches de conversaciones interminables en Ziruma y que Dora los recordaba arrullados en las gargantas de Jattin, de Ospina y de tantos otros artistas que visitaban menos las galerías y bibliotecas de la ciudad que a ese cielo guajiro en el que todos eran bienvenidos sin que importaran sus credos.
Hablaron del magnolio que dejó de florecer cuando murió la abuela -la artista Dora Ramírez-, de las cenizas a las que acogieron sus raíces, de las primeras composiciones de María José fruto de la pérdida.
Hablaron de su parecido con Manuel y del performance en Cataluña en el que se pintarrajeaba un bigote para ver en sus manos las manos de su padre. Y es que, en efecto, a contraluz, por momentos, la silueta del rostro y la fugaz picardía de la mirada la transfiguraban en el autor de “El día señalado”, “La casa de las dos palmas” o “Las noches de la vigilia”.
De tanto hablaron y a tantas otras personas les cantaron tangos, boleros y rancheras durante la primera noche de la Fiesta que al parque le fue naciendo un público; al público, palmas y a las palmas, las memorias adoptadas de un nombre repetido hasta el hastío por el lomo de un sinfín de libros dentro de los pabellones de libros de la Cantiga, pero que tal vez nunca antes había sido tan cercano, tan familiar, como tras los relatos y los cantos que Dora Luz y María José les brindaron a nuestros corazones nacidos entre montañas.