Una ligera sorpresa ante el instante

Por: Andrés Esteban Acosta Zapata*

Una ligera sorpresa ante el instante[1]

La poesía de José Manuel Arango se abre paso entre el silencio, lo necesita para surgir viva en medio de la aparente infertilidad de la vida cotidiana. Una memoria de la tranquilidad permanece en el oficio de quien se maravilla por lo que ocurre siempre de manera diferente. Así se compone una obra que depende de un tiempo celebrado con la mirada, tiempo contemplado que convierte las imágenes en una sucesión de acciones concretadas en una totalidad de los sentidos. Sin ese hecho del arte, el mundo visto sigue siendo el mismo, vasto, aunque carente de un momento en el que brote otro ímpetu de permanecer en el ahora que pasa: una celebración de lo mínimo que se abre a lo extenso:

Por un instante

en la retorcida raíz

que el oleaje abandonó sobre la arena negra

se cifra el verano[2]

Mejor es captar el suceso en su particularidad, ver como los elementos se juntan en un regalo que no merece ser tergiversado por las palabras, sino apenas tocado, como la caricia, o percibido, como “una apariencia mansa”.

En la poesía de Arango el instante es el privilegio del que se vale el poeta para ofrecerle al mundo la singularidad de una voz. De alguna forma, recolecta y rescata de los constantes instantes, sus instantes, aquellos de los que puede dar cuenta en medio de todo lo que es extraño:

O la caricia

de una pareja anónima entre extraños

que miran[3]

El gran temor sería transformar el instante y fijarlo, borrar el movimiento de las cosas, esconder la falibilidad de nuestros sentidos y la carencia de palabras. Contrario a esto, Arango se expresa cercano al ritmo de las cosas del mundo, que apenas podemos organizar y tener en imágenes, y esto lo hace con la distancia de quien sabe que es difícil llegar a las palabras precisas:

Y,

de pronto,

sin aviso, la lluvia.

Gruesos goterones comienzan

a rodar en el polvo[4].

La lluvia, tan común, dicha tantas veces, vuelve como sorpresa. Es un buen ejemplo del movimiento de las cosas, de aquellas que exigen que el poeta tenga la sutileza de hallar lo nuevo en lo repetido, descifrar un secreto que, de tan revelado, se olvida.

Repentinos embates, ráfagas

bruscas: hay timbales en ella,

voces.[5]

No hay superioridad en el poeta, ni una posición de poder sobre la captación de la realidad. Las exigencias íntimas son tan variadas e inclasificables, que lo que alguna vez pudo generar rechazo, luego causó una emoción singular, mínima, apenas suficiente para impulsar la palabra que describe y que sintetiza tiempo y percepción. Arango va sin prisa, asimismo reconoce la lentitud de algunas imágenes y se deleita con sobriedad, incluso cuando los instantes de valor tardan. Lo valioso puede ser el vuelo de una mariposa, así como también la música de la lluvia:

Es una mariposa bermeja

-pero los bordes de las alas son negros-

que vuela en círculos

como una bailarina.[6]

Detrás de la mariposa no se oculta una realidad ulterior ni una interpretación que reduce a razones la experiencia. El vuelo de la mariposa es el instante que importa, el momento de la vida que vincula, a través de lo pequeño, con la existencia total natural.

Arango afina su sutileza y ve algo más, agudiza su mirada hasta hallar los detalles que hacen que el evento presenciado sea una alegría bienvenida y distinta:

Con qué furiosa alegría

estalla la rosa,

sola en la punta de su vara

junto al muro,

y amarilla, ¡amarilla!

rodeada de una penumbra

malva-[7]

Lo que ahora está ante los ojos es efímero, huidizo, por eso hay que saber ver las cosas corrientes, que también se convierten en las mejores cuando las rodeamos de aprecio. En la poesía de Arango permanece el ánimo de presenciar lo pasajero en su expresión natural, un oficio desinteresado que encuentra poesía en las imágenes habituales, sin forzar el mundo o adecuarlo a lo que deseamos decir.

Todo lo que está siempre cercano a la percepción, en algún momento comunica lo esencial. Este es el gran hallazgo para Arango, quien en su tono humilde no duda en otorgarle el tacto a la mirada, la mirada al tacto, el olfato a la mirada, la mirada a la escucha. Es una forma genuina de hacerse al instante, no solo los ojos, sino todos los sentidos que configuran un tipo de mirada y de precisión singular en lo visto:

Porque están los ojos,

la luz está,

las montañas.

[…]

Y sopésalas:

por su gravedad

son leves.[8]

El poema también es leve, aunque no por ello desprovisto del rigor de la sorpresa ni de ese coletazo que nos detiene ante el evento que podría ser simplemente anécdota sin interés. Esa levedad es la visión justa del instante que permanece en los sentidos, como quien es un intruso y, sin afanes, se familiariza con las cosas que lo rodean. Toda la obra de Arango podría convocarse alrededor de momentos, que son a la vez reunión y selección, recordar y elegir:

Los carboneros sobre el río

Los troncos negros brotan retorciéndose

y avanzan desde las orillas

Un insecto de plata raya el agua[9]

Cada instante preservado es la memoria, la sutil forma de depurar el tiempo y concretarlo en un acervo de lo esencial. Esa sutileza, nunca estridente o atropellada, vuelve las cosas cercanas, en una intimidad similar a la del gesto que arropa al amigo:

Y tras la incertidumbre de un instante

frente al desconocido

que luego por virtud del gesto recordado

vuelve a ser el amigo que después de la lluvia

llama a la puerta[10]

Captar el tono de Arango supone un contacto con una forma de mirar que privilegia una ligera sorpresa, como el acto de pasar la mano con suavidad sobre las formas, o la calma con la que acompañamos la lluvia: refugiados y por fuera de la obligación del afán.

¿Qué es esta liviandad, sutileza o humildad? Arango nos remite a una labor diaria de culminación digna de la tarea diaria de vivir, un cierre parcial que es un pequeño triunfo, como todo lo que le arrebatamos a la muerte:

Está bien.

Ha sido otro día

que le robo a la muerte[11].

De nuevo, en lo pasajero, salvando instantes, presenciando el cadáver de la mariposa, por ejemplo, el mundo vuelve a ser novedad:

Viene,

brilló,

se deshará. [12]

[1] A una fiesta del libro en El Carmen de Viboral.
[2] Poema “Cifra”.
[3] Poema “Extraños”.
[4] Del poema “Lluvia”.
[5] Del poema “Lluvia”.
[6] Del poema “Instante”.
[7] Del poema “La furiosa alegría”.
[8] Del poema “Paisaje”.
[9] Del poema “Momentos”.
[10] Del poema “Cantiga de amigo”.
[11] Del poema “Recuento”.
[12] Del poema “Instante”.

Andrés Esteban Acosta Zapata es profesor de la Universidad de Antioquia.

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