Don Jesús Arango El Maestro

Don Jesús Arango El Maestro

Es sabido que los primeros acercamientos a los libros a modo de biblioteca local en El Carmen de Viboral se lo debemos al gran amor de un hombre por los mismos, a don Jesús Antonio Arango Gallo. A él, a su casa, a sus riquezas espirituales -su amistad con los libros-, le debemos la inquietud y el deseo de conjurar uno de los primeros espacios para la promoción de la lectura y la primera biblioteca abierta para todos los carmelitanos.

Hoy, en el mes de abril, en el día del idioma, queremos hacer un pequeño pero especial homenaje y recodar al hombre que permitió fecundar una de las instituciones más nobles de esta localidad e iniciar a través de ella, a los escritores que hoy más reconocemos.

Procurando que el silencio no imponga su oscura soberanía sobre algo que consideramos debe ser conocido por todos, aprovechamos esta ocasión para presentarles una especial publicación dedicada a él, a El Carmen de Viboral y su biblioteca. 

Les queremos presentar un descubrimiento y traer al recuerdo un texto olvidado de nuestro poeta José Manuel Arango, un documento desconocido incluso por sus más cercanos lectores, dedicado a su tío, Don Jesús Arango, publicado en el periódico local El Carmelitano, en su edición número 41, en el año de 1989 con motivo de su fallecimiento. 

El Instituto de Cultura se suma a esta celebración y aprovecha para homenajear y reconocer a personas como Jesús Antonio Arango Gallo, José Manuel Arango y Carlos Jiménez Gómez, quienes, a partir de sus preferencias y pasiones, de su actividad continua con la lectura y sus afectos por El Carmen de Viboral, han aportado para que hoy contemos con los espacios bibliotecarios que ahora disfrutamos.

Transcripción del texto 

Periódico El Carmelitano Año VII – N°41 – 1989

DON JESÚS ARANGO EL MAESTRO
Por: JOSÉ MANUEL ARANGO PEREZ

La cédula de ciudadanía, buscada para ser devuelta después de su muerte a la Registraduría del Estado Civil, dice que nació en 1910. Iba, pues, a cumplir setenta y nueve años. Esto es lo primero que sorprende. Los que hablábamos con él en estos últimos tiempos lo recordamos como un viejo derecho y ágil, lúcido y desbordante de humor, caminador incansable por mangadas y caminos veredales.
El Carmen de Viboral de 1910 no debió ser muy distinto del que conocimos los que pasamos aquí la niñez hace unos cuarenta o cuarenta y tantos años: una aldea habitada casi exclusivamente por agricultores. Aunque “habitada” es mucho decir. Todavía en los años cuarentas, cuando ya era una aldea que tiraba a pueblo, las calles se veían solas durante las semanas y las casas, muchas, estaban vacías. Eran, generalmente propiedad de campesinos pudientes que tenían casa en el pueblo para venir de sábado a domingo. Al mercado, a la misa dominical. Y si acaso la familia, o parte de ella, se había venido a vivir a la plaza, de todos modos los hombres se pasaban el día en el campo, sembrando o revolviendo el maíz, o hacia el final del año dedicados a las labores de la cogienda. De manera que en esas calles asustaban en pleno día. Sólo al anochecer (a la tardecita, como solía decirse) volvían los hombres de su trabajo. Entonces el pueblo se animaba, se veían llegar los primeros obreros de las locerías con las pestañas blancas del polvo de la arcilla, se abrían las tres o cuatro cantinas que había en la plaza.
Pues bien: en esta aldea agrícola que no obstante, como un modelo en pequeño del país, tenía ya pujos fabriles, nació y vivió y se hizo Don Jesús Arango. O Tío Jesús, como lo llamábamos no sólo sus sobrinos sino muchos otros a imitación de sus sobrinos. Y fue ante todo un maestro. Primero de la aldea y luego del pueblo con visos de barrio de ciudad que ahora ha llegado a ser El Carmen de Viboral.
La infancia fue campesina, como la de todos sus paisanos. Porque Don Sixto, el abuelo, a pesar de ser maestro de escuela urbana, vivía en el campo. Una finquita de unas cuantas hanegas que en aquellos tiempos modestos era, cuando más, tierra de pan coger; una propiedad de pobre que ahora, en esta época de especulación, valdría millonadas. Pero en aquella casa campesina había un piano y los libros propios del maestro de escuela. Y así el abuelo maestro dio en herencia a la familia su inclinación por las letras, por la música, por el oficio de la enseñanza.
Tío Jesús, de pequeño, debió salir para la escuela con su papá. Se encontrarían en el camino al pueblo, con los hombres que iban a esa hora del pueblo al campo. Al arado, a la heredad. Alguno a caballo, alguno a pie, con el azadón al hombro. Sus sobrinos, que no somos pocos, tenemos cierto conocimiento de lo que era esa vida. Por las veladas en casa del abuelo, cuando los tíos se reunían a recordar entre risas, con humor nostálgico y exageraciones que son ya una marca de cepa por estas montañas, las estrecheces de su niñez de hijos de maestro de escuela.
Después vino el colegio, los primeros vagabundeos, un mismo profesor que enseñaba, precariamente francés y álgebra. Y las primeras lecturas. Desde entonces Don Jesús se
encariñó con los libros. Desde aquel tiempo tal vez comenzó a reunir una biblioteca.
Después, naturalmente, fue obrero en una fábrica. Por un tiempo al menos. Naturalmente, porque los brazos eran muchos y las tierras pocas, situación que en Antioquia se repitió una y otra vez, y que explica el asunto de la colonización antioqueña del sur.
Luego, sin embargo, y ahora más que naturalmente, lo encontramos de maestro. Don Jesús fue muchas cosas a lo largo de su vida: notario, perito avaluador, abogado de los pobres (abogado sin título). Uno lo veía en el corredor de su casa tecleando con dos dedos para redactar un memorial y hasta en ocasiones una carta para el hijo que se fue a aventurar lejos o para la novia que vive aquí no más a la vuelta de la esquina. Sí, Don Jesús fue muchas cosas. Pero sobre todo fue maestro. Medio Carmen de Viboral fue discípulo suyo y recuerda sus clases surtidas de apuntes y anécdotas en las que uno se reía tanto como aprendía.
Y no sólo era maestro de aula. Lo que para mí define a Don Jesús, a Tío Jesús, es su biblioteca. Sospecho que durante mucho tiempo fue la única que hubo en el pueblo, antes
que las de los colegios, mucho antes que la biblioteca municipal. Que en una aldea donde no se leía, incluso apenas se sabía leer y los más ilustrados tenían en su casa, a lo sumo, dos o tres novenas, los evangelios y alguna que otra vida de santo; que en una aldea así hubiera una biblioteca es, viéndolo bien, un fenómeno bien significativo y extraño. Don Jesús, el escritor, que hacía discursos elocuentes para las fiestas patrias y condenas a Cristo que decía los viernes santos desde un balcón, disfrazado de Pilatos; que vio representar en una casa grande adaptada como teatro dos o tres obras suyas, Don Jesús era el dueño de esa biblioteca. De noche se encerraba allí. De día la tenía abierta para la muchachada que iba a hacer las tareas o simplemente a leer. Y él no solo aconsejaba y explicaba sino que prestaba los libros, Yo leí el Quijote en unas vacaciones, tal vez en dos, en una edición ilustrada que él me prestó, y otros libros también leí en su biblioteca. Muchos de sus alumnos tal vez  recuerden experiencias parecidas. Yo, por mi parte, quiero traer aquí, sencillamente, este testimonio de cariño.

Larga paz a sus huesos.

Periódico El Carmelitano Año VII – N°41 – 1989 ” Don Jesús Arango El Maestro” por José Manuel Arango Pérez. 

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