Escrito por: Ricardo Ospina
El Insepulto
Fotografía: Farley Giraldo- Oficina de Comunicaciones del Instituto de Cultura El Carmen de Viboral.
Escrito por: Ricardo Ospina
La historia del conflicto armado en Colombia bajo el ropaje de Antígona de Sófocles, la violencia de los años cincuenta redoblada en la más reciente historia de la expropiación campesina lleva a la conmoción trágica. Es la casa vista desde el interior en la que sobreviven Ismene (Ismina) y Antígona (Ana). La puerta deja en fuera de campo los escuadrones de la muerte y el cuerpo insepulto de su hermano. Por esa puerta saldrá Ana con su osadía a cumplir con los ritos de la sepultura. Como Antígona, quiere devolver su cuerpo a la tierra, desafiando a los matones que lo han expuesto a los buitres carroñeros. La sutil escenografía política ubica en el centro de la sala la foto de sus padres, a la izquierda la de su hermano Pablo, el rebelde, a la derecha, la de Edras, el otro hermano, un joven soldado que al menos ha recibido las honras fúnebres. Que Pablo haya matado a su hermano, será el desencadenante trágico del acendrado conflicto entre los extremos irreconciliables. Por esa puerta entrará el “honorable Don Cleófenes”, un despreciable gamonal que ni siquiera es el representante de la ley como Creonte, pero si del saqueo y la arbitraria ley del más fuerte. El machete, el azadón y la pala, cuelgan sobre el baúl, las herramientas de trabajo se truecan en armas, imagen de nuestro destino violento, el baúl será luego una especie de féretro. Desde el comienzo se precipitarán las escenas hacia el final como un efecto dominó, la altura de la caída, según la definición de Hölderlin de la tragedia. Ana ha osado contestar a la ley del pillaje mientras que su hermana Ismina se propone proteger su casa, presa del miedo y de la ingenua complicidad con los asesinos. Cuando solo faltan unas pocas piezas para caer la última ficha, Ismina cobra conciencia demasiado tarde de su error, ni siquiera la salva el machete que esconde a sus espaldas. En este giro trágico es donde se eleva con mayor firmeza Ana, justo en el momento en que se precipita.
El más alto riesgo de Ana es su blasfemia sublime, noble en la locura, tierna en el furor, vidente en los delirios. Aquí se desnuda la ruina de un país asaltado por las ventiscas, las tropas y la servidumbre de los esbirros tan siniestramente interpretados. Ana es la más consciente incluso si intentan apaciguarla con somníferos. El espectro de Pablo lo ve todo, no le queda más que romper objetos como todos los fantasmas y murmurar lo que de otra manera sería un grito. Es la agonística. “Yo veré que hago con mis muertos”, repite Ana y cínicamente el sanguinario exclama que “no sabe qué hacer con tanto muerto”. Lo intolerable ha logrado la conmoción total, la puesta en escena no fracasa en su intención trágica. La clausura de la obra llega al estallido final entre la niebla de plomo y polvo. La palabra inspirada de Ana, la tardía conciencia de Ismina, se vuelven sobre nosotros como señal de nuestros tiempos sangrientos, son los “buenos muertos”, el eufemismo con el que los canallas justifican el asesinato de los líderes sociales. Cuando se sale del teatro, a los espectadores conmovidos solo les queda guardar silencio, decir no con la cabeza, sollozar. La tragedia se ha cumplido.