Por: Juan Manuel Vásquez Vivas
Es lunes 22 de abril. Los operarios han desmontado meticulosamente durante la mañana el armazón en el que las más de veinte agrupaciones colombianas que hicieron parte del Concurso Nacional de Danza se agitaron azogadas por la música. Este día tiene las características de los que siguen a la última noche del carnaval. Existe una cierta melancolía en la ausencia de la música que avivaba —hasta hace apenas pocas horas— los cuerpos de los bailarines sobre las tablas y del público frente al escenario. Sin embargo, los asistentes regresan a sus ocupaciones cotidianas como movidos aun por el bullerengue y el bambuco, por el currulao y el torbellino, por el mapalé y la guabina.
En el Andanzas los ritmos folclóricos no recuerdan los mapas nacionales que distinguen entre regiones aisladas. En esta fiesta, encomendada tanto a nuestras músicas como a sus danzas, las líneas fronterizas se desdibujan y nos recuerdan que somos habitantes de un territorio múltiple en el que nos pertenece y une la celebración. Esta decimosexta edición del festival contó con la participación de diversas muestras seleccionadas por convocatoria local como Museo de heridas, de Estefanía Quintero; la danza interdisciplinar Imaginar, de Show Dance; Libres y espontáneas, de Feeling Body; la pieza Streeters, de Street soul´s; Inestable, de Alisson Ramírez, y la presencia de los grupos de jazz y danza afro del Instituto de Cultura de El Carmen de Viboral. A ellos se sumaron los shows de Vitango y RedDanCe, ambos del municipio de La Ceja, y la propuesta coreográfica urabaense Dinastía Negra.
A este desfile de homenajes a la danza se sumaron dos espacios para la formación de públicos. La conferencia Memorias del cuerpo: fuente de escrituras e identidades, impartida por Zahira López, periodista y docente licenciada en Danza de la Universidad de Antioquia, y el laboratorio Modo Primitivo, de Juan Camilo Perea, más conocido como Yocke, director creativo de Albanor Universe. Este taller para la exploración del lenguaje corporal constó de tres sesiones que se realizaron durante las mañanas de 19, 20 y 21 de abril y gozó de la asistencia de veinte participantes tanto con formación profesional en danza como curiosos que se inscribieron motivados por sus experiencias en las anteriores ediciones del festival.
Los ejercicios de exploración propuestos por Juan Camilo durante el primer día buscaron distanciarse al extremo del sentido de la vista. Su método primitivo partía del tacto para alcanzar en aquel enrarecimiento de la percepción un lenguaje corporal anterior a toda palabra. Entrar en la dimensión estética del movimiento como quien se sumerge en ese trance consiente que antecede al sueño. Este breve escrito partía de una alusión al poema “Baila conmigo, muchacha”, del escritor José Manuel Arango, y ahora cree necesaria la presencia de otra de sus metáforas: la de la bailarina sonámbula. Para Arango, mientras la prosa se corresponde con el caminar llano —con el movimiento cotidiano, podría agregarse—, la poesía se asemejaría a un cuerpo que danza, que se eleva en puntas de pies, simulando encontrarse fuera de la realidad, pero estando, sin embargo, profundamente anclada en ella. Justamente por ello no resulta caprichoso el deseo de Yocke por inducir a los asistentes al taller en este sueño en el que hallaron poco a poco el dinamismo que precede al acto de creación.
Como él mismo lo dice: “todo acto del cuerpo es político”. Por tanto, si bien hay una construcción de un sentido colectivo, nunca se pierde de vista el cuidado de sí mismo. La danza deviene, pues, como una forma consciente de entrega, como diálogo preverbal que no borra lo subjetivo. En la forma en que cada parte aporta sus vectores al movimiento comunitario canta cada integrante su historia, sus dolores, sus mutaciones: “entre la improvisación y la intuición se encuentra nuestro lenguaje particular.
Es en ese fuero interno que se encuentra la respuesta por el con-tacto, por la sincronía del tacto, y el prodigio del laboratorio consiste, sin duda, en saber incitar en cada uno el deseo de posponer la palabra para que sea el movimiento mismo el que expresa, el que resuelve in situ el conflicto, en el modo primitivo. En los talleres de Juan Camilo Perea se trastoca la idea de emisor y receptor. No se trata tan solo de comunicar sino de dinamitar los ejes de la transmisión del sentido, de sumergirse en las posibilidades expresivas de la danza, en su capacidad transformadora, en tocar a quien observa: que también el espectador sea parte de este rito cuya vibración, aun en la fría mañana de este lunes, nos atraviesa.