“Museo de heridas”: el manifiesto de los cuerpos danzantes

Por: Salomé Soto Arcila.

La danza contemporánea se constituye como un medio poderoso para abordar temas convulsos y relevantes en la sociedad actual. En la obra “Museo de heridas”, coreografiada y danzada por Estefanía Quintero, se expresa una clara denuncia a las violencias que deben confrontar las bailarinas en el momento en que ingresan al gremio de la danza, especialmente dentro de las escuelas y espacios formativos. Desde esta perspectiva, la danza no siempre representa un lugar seguro y habitarla puede generar heridas permanentes.

La puesta en escena recrea un museo donde se exponen diferentes elementos que son dotados de vida al contactar con el cuerpo de la bailarina. Dos seres acompañan esta visita a la sala de exposiciones: un hombre que conduce a los espectadores por escenas cada vez más álgidas, mientras que una mujer, danza, recrea y encarna estos actos, pues es su cuerpo el que alberga las instalaciones de violencia.

Al entrar en la sala el público se encuentra cara a cara consigo mismo al verse reflejado en la pared de espejos que ocupa el centro del escenario, creando una atmósfera introspectiva. La escena comienza cuando el hombre descubre el cuerpo de la mujer, quien parece tener una cabeza infinita unida a un muro por medio de una tela que, a modo de túnel, solo le permite ver hacia ese pequeño círculo que forma su cabeza encerrada. Sus movimientos son limitados y bruscos, intenta liberarse de esa posición restringida, de esa ceguera impuesta, pero al conseguirlo, solo descubre que no es esa la única cárcel.

En el siguiente acto es un abrigo el elemento principal. La mujer, aún con el rostro tapado, se pone el abrigo a medio cuerpo, de manera que el lado descubierto la sigue representando a ella misma y el lado del abrigo simboliza a los otros, a las figuras que ejercieron violencia sobre ella. Ese otro intenta tocar su vulva, sofocar su sexo; ella huye y él la retiene. La persecución se desarrolla con completa coordinación, pero con gran independencia, como si realmente se tratara de dos cuerpos en disputa.

Luego, la mujer vuelve al escenario, ahora con la cara visible, baila con gestos fuertes, pero seductores, mientras se mira a sí misma en los espejos y se lanza besos como buscando conquistarse. Al ver su propia imagen, recuerda las seducciones pasadas, las que no eran para ella, sino para los otros. Un cuerpo ágil o expresivo no era suficiente, para ser reconocidas como bailarinas era necesario provocar, ser deseadas.

Más adelante, el hombre distribuye por el escenario varias básculas y pasa una a una anotando el número que marcan. Él se va y ella se ubica en el centro del espacio, baila con gestos erráticos, que más que un movimiento calculado, son una reacción a un estímulo externo: al tiempo que ella danza, se escucha una serie de voces que narran cómo el camino a ser bailarinas las fue desgarrando en cada paso.

En primera persona, las voces relatan que: “nos comparaban entre nosotras para distanciarnos”, “me enseñaron a vomitar”, “nos daban un tinto y una galleta y luego nos obligaban a ensayar todo el día sin pausa”, “semanalmente nos pesaban y si no cumplíamos con el peso exigido, nos sacaban de la coreografía”, entre muchas otras violencias. A diario, ellas deben encarar esos dolores dormidos que podrían pesar en una báscula. Se miran al espejo sin poder reconocerse, se sorprenden contando calorías o evitando alimentos por temor. Entre sollozos y con la voz rota, algunas cuentan que dejaron de bailar porque esa danza que sintieron tan propia les fue condicionada y arrebatada.

El hombre vuelve al escenario, se posiciona tras un marco que solo permite verlo desde el pecho hacia arriba y desde allí invita a la mujer a su casa y le promete convertirla en la mejor bailarina, ella se niega y forcejea para liberarse de sus manos, pero no lo consigue. Él la desnuda, la vulnera y luego se va. Ella, aún tras el marco, danza al ritmo de su ira y expone su cuerpo herido como símbolo de resiliencia.

A modo de cierre circular, finalmente es el hombre el que ocupa el lugar que la mujer tenía al inicio, ahora es él quien tiene la cabeza unida a la pared, sin conseguir moverse y sin poder ver más allá de la culpa por haber silenciado las voces, pero también los sueños de las bailarinas que un día estuvieron bajo su guía. Olvidó ser maestro y se convirtió en verdugo.

Estefanía recuerda que el dolor que sigue presente, siempre puede transformarse en movimiento, así que baila de manera alegre y se entrega a la música con libertad, como afirmando que esa danza que le querían quitar se convierte hoy en su herramienta de denuncia y de catarsis. Sabe que encarnar el dolor propio es agotador y a veces resulta imposible, aún así, presta su cuerpo y su rostro para que todas encuentren en su danza el alivio, el soporte y la compañía.

Los actos y escenas que componen la colección de “Museo de heridas” representan solo una pequeña parte de las flagelaciones que viven las bailarinas, de los daños que otros han hecho en sus cuerpos o los que ellas mismas se han causado intentando complacer, intentando adaptarse a un molde que no reconoce la diversidad corporal. Pero ese cuerpo de mujer que fue ocupado por la violencia, también es lugar de resistencia y un recordatorio constante de que no todo en el arte está justificado.

El silencio perpetúa la violencia en la danza y en otros ámbitos culturales, donde los abusos ocurren tras bambalinas. Reconocer estos hechos es esencial para cuestionar los estándares corporales que se han establecido socialmente y para desafiar a las estructuras de poder opresivas. Solo así será posible construir espacios seguros que no nieguen la voz de los cuerpos danzantes, sino que la potencien y la promuevan, porque la danza también habita la palabra.

 

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