Por: Juan Manuel Vásquez Vivas
Sobre las tablas aguardan dos cuerpos suspendidos. Frente a ellos desfilan miradas que buscan un sitio y, a un mismo tiempo, las razones de esa suspensión. El preámbulo de la función de Arcilla Danza propicia el enigma de quien espera por el inicio de una obra de teatro. Algo en la penumbra de la sala acecha; algo inclina a pensar que podría ocurrir cualquier cosa. Cuando por fin la puerta se cierra y se abre el flujo de la música, el espectador se encuentra frente a un cuadro tradicional: una mujer de ceño fruncido repasa con una escoba los pasillos de una casa colonial. Es de madrugada y su labor no alcanza a despertar a una muchacha que parece ser su hija. Pronto la madre azuza a la joven y ambas terminan arremolinándose en torno a las hilachas azules de un balde de agua, unas piezas de estropajo y los movimientos de un faldón de holanes.
Hasta aquí, las sonrisas que llegan desde las butacas intuyen en el retintineo de los tiples que “Rastros de una tradición” será una serie de cuadros costumbristas con una festiva selección de danzas tradicionales andinas. Sin embargo, cuando la madre despide a su hija elevando la palma de la mano, un juego de luces y un alabao del Pacífico transforman la naturaleza de la función. El cambio repentino de iluminación sugiere no un salto temporal, sino la introspección de la madre: del zaguán en que se da la separación con su hija, ahora nos encontramos en el íntimo espacio de sus afectos, en el que dos velas manifiestan la danza de los espíritus que se alejan.
La coreografía de Arcilla Danza saltará así entre los dos ámbitos. De la representación fiel de las labores de campo antioqueñas y los coqueteos entre campesinos, viajará a la liminalidad de los símbolos del amor, el duelo, la pérdida y la muerte. Este grupo conformado por un puñado de jóvenes se enamoró del movimiento dentro de los muros de la Casa. Hasta hace apenas un par de años sus integrantes hicieron parte de los grupos de formación y proyección en danza de la Escuela de Artes y ahora, en la decimoséptima celebración del Festival Andanzas, ven cumplido el sueño de ser parte del gran baile.
Fruto de esta formación que bebió de diferentes fuentes, su propuesta escénica permite un diálogo entre ritmos afros como el candomblé y el currulao, con cumbias o sonoridades antioqueñas como el bambuco. De este entramado se entretejen poco a poco las hebras de una historia que habla del amor entre una madre y su hija, de las despedidas, del tránsito entre la vida y la muerte, la violencia y el ansia de libertad. Con momentos tan evocadores como aquel en el que un cuerpo viaja y baila a través de un enorme velo que cubre por completo la escena, o la de un cuerpo femenino cubierto enteramente por telas negras, la función de Arcilla Danza cerró la segunda noche del Andanzas y se grabó entre las innúmeras y memorables veladas a las que ha acogido el Teatro Montañas.