Escrito por: Ricardo Ospina
Retratos de Aldea
Fotografía: Alejandra Londoño – Oficina de Comunicaciones del Instituto de Cultura El Carmen de Viboral.
Escrito por: Ricardo Ospina
Una mujer negra lleva un cadáver a cuestas, en la trasescena el velo de una malla oscura deja ver a tres músicos con máscaras mortuorias, forman un coro a ritmo de bullerengue, lo que cantan lo confirmamos al final, un circulo de venganza como pulsión primitiva de los poderosos. A la derecha, el gran patriarca Pablo Castaño exclama que se no se le dará sepultura a los muertos y proyecta una imagen de poder que se asemeja a un trofeo de casería; luego veremos su cadáver reventado por cientos de balas en el centro del escenario, un médico legista ocupado en la autopsia hace el conteo minucioso de los tipos de balas que se vaciaron sobre el gamonal. A la izquierda, la periodista con su graciosa mascota es interrogada por una audiencia invisible, una máquina de escribir teclea sola, su campanita rotatoria marca el final de las frases. La obra hará saltos temporales en una dispersión de retratos grotescos como destellos de una historia por construir, retrocesos y adelantos en el tiempo que lentamente se van ordenando al hilo de la fabulación. La visión de conjunto se va aclarando escena tras escena, nos convierte en espectadores activos, armamos el rompecabezas, develamos una metáfora siniestra: El poder detrás del poder, la cadena de subordinación, el espejismo de los poderosos no menos falibles que sus servidores y la progresiva podredumbre de la clase hacendada. La premisa poética de Tolstoi, en la que se inspira su director, “cuenta tu aldea y contarás el mundo”, se torna sarcástica; aquí la aldea funciona como metáfora de un mundo de pulsiones que se desploman como la caída naturalista de Emile Zolá, donde el poder no se concibe como lucha dialéctica de fuerzas sino como el círculo de fango y sangre que se repite sin encontrar una salida. La aldea incestuosa se lo ha devorado todo. En los bordes del enmallado desfilan sus personajes perdidos y delirantes, el cazador Germán Guerrero, que ha ascendido de ladronzuelo a ladrón de corbata; el vagón del tren donde viaja Carla disfrazada de Carlo, en compañía del mudo -una suerte de Cuasimodo provinciano y no menos esperpéntico- dispuesta a vengar al patriarca. Juana la vieja agiotista quien administra la central de abastos, la gran hacienda colombiana, promete vengarse del patriarca que ha traicionado el pacto de matrimonio. No hay realismo, es un cierto tenebrismo, un atestado hipnótico. Es la fábula de una descomposición, como el enorme buitre que parece haberse escapado del escudo nacional para hundir sus garras en la contemplación de la carroña, toda la podredumbre de los victimarios. Lo más impactante es que la narración es atravesada por las tres “entremeses” de la negra con su cadáver a cuestas, es la otra historia, la de los expropiados, los que no solo pierden la tierra sino que tampoco tienen derecho al entierro. No solo el gran patriarca los ha desterrado declarando que no se les dará sepultura, sino que el poderoso de turno perpetuará la sentencia sobre los pobres, huérfanos y despojados. El círculo de sangre da la vuelta completa, terminamos exhaustos.