Río abajo. Banquete fúnebre y cortejo trágico en Vitam et Mortem
Por Yeison Castro Trujillo
1.
En la mitología de las culturas más diversas, el agua, los ríos y las fuentes han sido asumidos como símbolos y lugares de purificación, energía sagrada, un emblema de fertilidad, afluente del conocimiento y cauce inspirador. Sus creencias han estado asociadas como obras de alguna suerte de divinidad subterránea para procurar purificación y curación.
Las fuentes significaban profecía, eran oraculares. Asociadas en su representación como manantiales en medio de jardines, santuarios de ninfas, o concebidas como templos para la regeneración del espíritu, obligadas imágenes idílicas para concebir la noción del Paraíso, Arcadia, Olimpo o Parnaso. Pensadas a su vez como emblemas eróticos, escenario amoroso en donde ninfas, cortesanas celestes, o sensuales y bellas damas cantaban, jugaban y tocaban sus instrumentos vestidas con refinados velos, mientras trenzan flores abiertas al sol, despojan junto a ellas su delicada vestimenta y sus voces se mezclan con el murmullo del agua, sus dulces liras y el milagro de su humedad.
Son numerosos los ejemplos, basta recordar la Pitia de Delfos, donde se decía que toda mujer que bebiera de la fuente que corría bajo el templo de Apolo adquiría la virtud de la profecía, lo mismo se hablaba también acerca de las historias sobre tullidos y ancianos que eran llevados en carretas o a la espalda para conseguir los efectos milagrosos de las fuentes, y que una vez sumergidos, salían sanos, jóvenes, ilesos y contentos, o incluso, se decía que hasta las perniciosas fuentes en las tinieblas del Hades sombrío, que también tienen lugar en el ultramundo, permitían refrescar las ánimas de los muertos al bajar.
Las antiguas culturas y sus mitos son profusas en insistir en grandes imágenes y metáforas que expresan una continua relación entre el agua y su fecundidad, como origen, representando un nuevo espíritu a la vez que la sabiduría del pasado.
2.
Es lamentable pensar que hoy ha muerto la gloria de la tierra, dónde están ahora los lugares que otrora fueron altares para las ninfas, la dulzura de sus paisajes, la vegetación amable, la apacibilidad de estas fuentes surgidas de las entrañas de los santuarios divinos, esos arroyos que susurraban la melodía de la vida de la naturaleza y prometían la vida eterna. Dónde están ahora los cantores que las invocaban, qué ha sido de los antiguos rituales, qué ha pasado con lo que antes considerábamos sagrado y tocado por la divinidad.
Decía sin equivocarse Wordsworth, “hubo un tiempo en que el prado, el huerto y los arroyos, / la tierra y cada paisaje corriente, / me parecían /ataviados de luz celestial, /con la gloria y la frescura de un sueño. / Ahora ya no sucede como en tiempos pasados; / vaya a donde vaya, / de día o de noche, / las cosas que solía ver ya no soy capaz de verlas.”
Aquellos tiempos de acentos antiguos, de gestos mágicos que abrían las puertas a jardines profundos ya pasaron, sus reinos milenarios de lenguas armoniosas ya no están con nosotros, las nubes ya no anticipan en sus formas el destino de los hombres, los colores de los ríos no figuran sus designios, el misterio que encerraban ahora se oculta en el silencio, todo aquello que éramos ya no es nuestro.
Hubo un tiempo ya lejano en el que abandonamos el respeto a lo sagrado, que depusimos vivir entre los dioses para dejar de verlos y oírlos, tiempo de oscuridad profunda, de pérdida de lo sagrado, de absolutismo de realidad y de conciencia infernal.
3.
Un soplo de oscuridad se despende ahora.
Allí donde primitivas comunidades señalaron el cielo como destino humano tras la muerte, y en el que fue la tierra en el interior de su seno el lugar final de acogida, de fusión con lo desconocido, de mediador entre dos dimensiones. Allí, donde crecían las raíces de los pinos y los muertos tranquilos pastoreaban los astros, parafraseando a José Manuel Arango, nos encontramos ahora con que ya no oímos las canciones inscritas en las tumbas que daban forma a reinos desconocidos.
La aparición de la sepultura indicaba entonces un deseo de protección del difunto, una proyección hacia la esencia de la tierra, eran ajuares funerarios pensados como bóvedas construidas como réplicas del espacio celeste o concebidos como centros espirituales de vida ultraterrena, incluso en aquellos ritos entregados al fuego las llamas no destruían, sino que transformaban. Los rituales fúnebres, ya desde aurora de la humanidad, estaban vinculados a la imagen de la fertilidad, la regeneración y la permanencia, y no a la descomposición y al nimbo del olvido.
Hoy una sombría desgracia nos atormenta, una profunda confusión atraviesa nuestro país desde hace ya más de medio siglo. Y los fantasmas, las máscaras que nos torturan, toman cuerpo en la realidad. Somos testigo de exaltación y glorificación de la guerra como única higiene del mundo.
Ya nadie respeta el ovillo de Ariadna, no se reconoce en la muerte aquel mundo incierto, ya no hay para los muertos rosas en sus cabezas y jazmines a sus pies, no hay perfumes de ambrosía ni olímpicos ropajes, no cuentan siquiera con un triste sepelio ni morada inmaterial. El misterio sagrado de nuestro arcano futuro ha desaparecido.
4.
El día es hermoso, la mañana está recién hecha, el cielo espejea entre los árboles y las brillantes hojas de plátano, las hojas van señalando el rumbo del viento y lo interminable del instante, el agua con un vasto cielo caminante sigue tiempo abajo. Dulce, arrullador, lento, viaja prodigioso en tórrida calma el río con el rumor de sus orillas a su costado, de fondo se puede escuchar su música, sonidos que custodian el sueño, un lenguaje que al instante se olvida, que se lleva el río.
El cielo está poblado de aves en vuelo errabundo, se distingue en su vuelo y en el rumbo de sus aleteos una profecía ya enunciada, pájaros encapuchados que bailan una suerte de ceremonia o ritual místico sustentado en un movimiento, en un ritmo, en una música, una danza carnavalesca animada por la euforia, un aquelarre de voces chillonas y de cuerpos agitados.
En lo alto, el vigor del sol reluce sobre las piedras negras y las palmeras. Abajo, está también aquello que la luz no purifica, el río arrastra hinchados y verdinosos cadáveres, ya sin ojos y sin labios, exudando sus más secretas mieles, desnudos, mutilados, golpeando sordamente contra las piedras.
El río Magdalena florece, está asaltado de vida, mientras se ven cruzar por sus aguas y sin canoa cuerpos al borde, en sus riberas, viajeros sin nombre, navegantes sin rostro, pútridas carnes. La imagen engaña vista a lo lejos, zumban y fluyen las abejas en el aire, revolotean las moscas y las mariposas, desciende la vida sobre los flancos abiertos, cuerpos mutilados que parecen hervir, las aves, animales saltarines con ojos de fuego, también se arremolinan en su aleteo, se vinculan al banquete. Espontáneamente cambian la dirección del vuelo y avanzan dando repentinos quiebros. Bailan su danza, la danza del laberinto, la música de la liberación.
5.
En las tradiciones místicas las aves guardan una vital importancia, tienen sentido en el ascenso. Representan un vínculo entre el cielo y la tierra, el alma y su desnudez. Las aves transcriben los dictados celestes en su trazo, su aleteo revela arcanos presagios, son un camino místico.
En el caso de los gallinazos vemos que representan entre el siniestro paisaje las imágenes más cercanas a la fertilidad, la regeneración y la permanencia. La danza de los gallinazos señala el paso de la muerte a una tierra ulterior, coro de ángeles encapuchados que, en sus picotazos, sus desmembramientos, rescatan por trozos el alma solemne de los cuerpos en el río, les enseñan a volar, su consolación es el cielo.
Estas tumbas junto al río hacen parte ya de otras letanías, ya lejos del sacrilegio y la apostasía, y más cercanas a aquellas de las negras aguas de la laguna Estigia y del Aqueronte. El hades ya está aquí entre nosotros, su grito ahora es soberano, la sombra de la muerte nos envuelve, el espíritu de su tristeza nos habita. El poder de la guerra en él se hace visible. El río, altar engalanado, de fértiles aguas, de fecundo follaje, de grandes, florecidas y tiernas llanuras con vientos primaverales, ahora es algo sombrío, aquella vegetación amable y de fuentes salidas de santuarios de ninfas subterráneos, aunque manifiestas, ya no se ven iguales ante nuestros ojos, ya no invocan previamente a los dioses según el rito, ahora el río recrea la matanza, es escenario de la gran procesión final, no le tiene miedo a la muerte, es el cortejo fúnebre para los ecos de los que flotan.
Ya no hay ofrendas de incienso, ha sucumbido toda esperanza y fortuna. Aves errabundas que parecen rapaces, vuelan sobre un río en el que el sol se sumerge. El Magdalena ahora es el espíritu de la fecundidad del dolor, de la guerra, una fuente que transmite entre las sombras la morada de los muertos y que se enciende hacia la costa de los vivos, un lamento, no a un alma que se ha extinguido, sino a una época que yace sin sentido.
Vitam Et Mortem, a modo de consuelo y a manera de recordar al difunto como herencia de la tierra, nos presenta una litúrgica honra fúnebre, pero también de la memoria, sobre un fondo de tinieblas de esos cuerpos que, por los azotes de la guerra, se deslizan a lo largo de los valles abiertos y desnudos a la tierra sin sol. Voces apagadas desde el fondo del agua, destinados a una muerte en el exilio, en donde ninguna mano amiga cerrará sus ojos, ni tendrán las lágrimas de sus allegados. Ahora la lluvia y sus corrientes arrastran sus cuerpos y su muerte ingrata a la ribera. Este es su veredicto sonoro, las tinieblas infernales cantan a un ejército de muertos que solo los abruma el peso de una noche perpetua, en el que solo los ilumina los resplandores de la luna.